domingo, 19 de julio de 2009

UN POEMA SONETIADO QUE NO EN SONETO

XLIV

En la urna escupo un voto
o rallo cuervos sobre la boleta,
hará falta el bastón y la maleta,
y hasta nunca, porque estoy roto.
Mejor mirar sonrisas en la foto,
escuálida, sin rigor la paleta,
hacía falta el idiota de coleta,
jinete áspero, rey de la moto.
Entonces ni gobiernos ni recuerdos,
guardemos la vida en un cajón
alejada de los negros enredos.
Porque la jugada es parecer enfermos
nadie dice yo derrumbo el nubarrón,
nadie firma recibido por los ruegos.
En la estación más parca del alma
por sordera juzgada la justicia
desprendido brote de toda calma
su gesto alargado es pericia.
Se nota el apetito por la fama,
la tarántula teje con malicia
su más mortal pero sedosa cama,
que del sueño la muerte es delicia.
Permite a mis dientes morderte los
senos, morder además el miedo,
porque engaño son gobierno y celos.

sábado, 11 de julio de 2009

UNA HISTORIA

NO TODOS LOS ACCIDENTES TRAEN LA MUERTE
Elena iba sentada a la derecha e intentaba cambiar de estación en la radio. Aunque el automóvil dejaba demasiado rápido el paisaje como para notar que estaban en un lugar lejos de casa, sentía que la equivocación más terrible de su vida había iniciado al aceptar pasar unos días con él en ese bosque.
Estaba consiente de que los años agotan el alma, hay un momento en que se considera que la vida tiene sentido sólo si la frustración es mínima y se concentran esfuerzos para poner una prueba pequeña cada día y uno rodea el obstáculo en lugar de intentar derribarlo, entonces se está viejo o peor: acabado.
El profesor no estaba acabado ni era un anciano, pero su vida había dado tan pocas vueltas que desconocía la profundidad de los términos emoción y aventura, en cambio había penetrado profundamente en los de trabajo y rectitud. En ese afán por ser correcto había equivocado la flecha. En efecto era un hombre decente, que tenía un empleo bien remunerado, que estaba al corriente con la secretaría de hacienda, puntual, lector sólo de los clásicos latinos, soltero pero fiel a su pareja, católico por tradición familiar, como la mayoría de los católicos; se abstenía de votar, odiaba el futbol, era estricto como profesor y como amante, pero le gustaba la bebida más que las piernas de Elena y el ritmo vertiginoso de Virgilio.
Había comenzado a beber entrado en la madurez, rozando los cuarenta probó su primer tequila con limón, la garganta le ardió durante toda la semana, con la cruda brutal no encontró otro remedio que seguir tomando, sin parar, ya no permitía que se le bajara la peda, lo hacía en todo momento, incluso mientras escribía en la pizarra, se las arreglaba para introducir entre su ropa una botellita de licor de la que salía una tripa, la sujetaba al botón del cuello de la camisa y cuando había oportunidad sacaba la tripa y chupaba un trago largo de mezcal o ron de caña.
El aliento y la palabrería de un borrachín de esquina le hicieron mala reputación, su estatus como profesor comenzaba a deteriorarse, pero el director de la preparatoria había conseguido su voto favoritario, sin él no habría escalado jamás de secretario a director, él tenía de su parte al sindicato de maestros, no podía correrlo, pero sí podía encargarle que asistiera a los cursos de ética para profesores, que la universidad de la capital impartía cada año, ese tocó en una pequeña ciudad del norte, conocida por una agradable zona boscosa, donde todavía se podía encontrar algo de eso que la gente enferma de nostalgia nombra: tranquilidad de un pueblo.
El profesor tomó bien la noticia cuando el director lo llamó a la oficina para comunicársela, al salir fue con la clase para despistar un poco. Les platicó una de esas historias sobre la revolución que fueron inventadas después para ganar simpatía en las elecciones; los muchachos no le tenían aprecio por ser un amargado que no les permitía voltear a ver el cielo mientras él hablaba, ni los dejaba reír de una simpleza, enemigo de la minifalda y las cadenas y las perforaciones y los tatuajes.
Al atardecer mientras disfrutaba de un filete empanizado que su madre recién le había puesto en el plato, contestó el teléfono para hablar con Elena, ella quería pedirle un consejo sobre regalar a su primo La Eneida o el viejo libro de poemas de Petrarca. El profesor le pidió que se encontraran en la noche, que la quería invitar a un viaje.
Con Petrarca corre el riesgo de creer que una mujer es la pura perfección y con la Eneida encontrara que la perfección es un defecto horrible para un ser humano común que no tiene porque aspirar a ella, porque debe ser feliz con las cosas del mundo y estas son impredecibles, decía mientras su dedo atravesaba cariñosamente los mechones de cabello que Elena siempre llevaba a un lado y otro de la cabeza. Le propuso que viajara con él, que sólo pondría su nombre en las listas del curso pero no entraría a ninguna sesión, tendremos cinco días pagados en ese bonito bosque, imagínanos recogiendo piñas, montados en un hermoso caballo negro que al trote nos conducirá por las veredas de ese lugar misterioso. Elena se abrochó el sostén, viajaría con él sí prometía no beber en el camino, le asustaba que no tuviera los cinco sentidos sobre la carretera, no quería terminar despedazada en un barranco a los veinte años. Entonces la Eneida, le dijo cuando él aceptó no alcoholizarse hasta que llegaran.
Apenas dejaron atrás la ciudad se detuvieron en una gasolinera para llenar el tanque. El profesor entró al sanitario, tardó más de diez minutos en aparecer de nuevo, desde entonces Elena sintió el presentimiento de que no había hecho bien en aceptar el viaje, cuándo dio el portazo su aliento lo delató, se había bebido un cuarto de brandy encerrado en el baño, sentado en una taza con los pantalones abajo.
Ella no aguantó más y expresó su enfado, le dijo que quería regresar, que no estaba cómoda, que la podría reconocer algún pariente y le llamaría a su padre para preguntar si estaba bien pues la había visto con un viejito. El profesor no toleraba que se burlara de su edad, cuando eso sucedía significaba que una pelea extrema tendría lugar ahí mismo. Pero las peleas pocas veces los encaminaban a una solución, terminaban olvidando todo hasta que volvía a pasar.
Aquella pelea había sido fuerte y aún no surtía efecto la reconciliación. Él comía un bistec a la ranchera mientras ella digería la orden de enchiladas que había ordenado. Esa fonda de carretera era bonita, pintada de amarillo chillón, adornadas las mesas con manteles azules, un aroma a guisados caseros que la hacían recordar la casa de su abuela en el desierto. Antes de salir el profesor se metió al baño y abrió una nueva botellita de brandy, cuando salió ella ya se había subido a la camioneta
¡Que pendejo, saca de una vez todas tus botellitas y tómataleas aquí, que tampoco soy tu mamá! El profesor, como un niño que ha sido desenmascarado de alguna fechoría, desembolsó de su chaleco de fotógrafo tres cuartos más de su licor favorito, le dio un sorbo a una botella y comenzó a manejar.
A Elena se le había bajado el mal humor, sonreía a las imprudencias de su amante embriagado que le contaba anécdotas estúpidas de cuando trabajó en un programa de televisión donde personas deformes se presentaban haciendo un show de circo. No les faltaba mucho para llegar, se notaban ya los pinos y los robles, la neblina y la humedad de la región. A ella le llegaron las ganas de orinar todo el té verde que se había bebido y le pidió al profesor que se detuviera en un puesto de fresas a un lado de la carretera.
La mujer que atendía el puesto era amable y le indicó donde podía desechar el liquido. Él se quedó en la camioneta, subió el volumen a la canción que sonaba. Unas niñas jugaban a pocos centímetros del camino, eran tres, una repartía la comida en trastecitos de plástico, otra se daba un banquete llevando frijoles fantasma con su mano a la boca, la tercera parecía disgustada con el juego, quería corretear con la pelota, ella iba de un lugar a otro y cuando notó que la camioneta estaba abierta y adentro había un hombre bebiendo de una botella, se acercó para averiguar que más había ahí. El profesor cerró la puerta, le disgustaban los niños pequeños, también los grandes. Elena apareció cargada de mangos y fresas, están muy baratos, le decía al amargado mientras ponía las nalgas sobre el asiento.
En realidad la niña sólo intentaba sacar la pelota que se había metido debajo de la camioneta, estaba frente a la defensa cuando arrancó, apenas había rugido el motor, las llantas delanteras le apachurraron el cerebro a la hasta tronarlo como a una nuez. La mujer del puesto aventó los frutos que estaba acomodando, la expresión en su cara le había estallado los gestos de horror, gritaba, maldecía, su llanto era más estruendoso que los relámpagos que comenzaban a escucharse. Elena también gritaba, se había puesto a llorar, en un ataque desenfrenado arañó con profundidad el rostro del profesor, que no se detuvo, al contrario, dio más velocidad a su poderosa máquina.
El trayecto mínimo de dos kilómetros fue un interminable infierno de reproches e insultos, él estaba tan asustado que se detuvo y vomitó hasta caer exhausto sobre la hierba, el sonido de la cabeza que se partía bajo la llanta re repetía incontables veces en su cabeza, todo el cuerpo le temblaba, no quería ni le era posible levantarse. Elena permanecía en la camioneta, también llorando, pero sabía que habían escapado, el miedo la hizo bajar por el profesor, meterlo y arrancar con rumbo a la siguiente gasolinera, donde intentarían conseguir un aventón de regreso a la ciudad para esconderse y esperar o la cárcel o el olvido, aunque bien sabían los dos que nunca olvidarían la escena, los gritos, la sangre en la salpicadera.
No habían avanzado ni un kilometro cuando aparecieron las patrullas, los detuvieron en un operativo que rayaba en lo exagerado, ocho patrullas con diez policías cada una, una ambulancia, dos patrullerros de caminos, tres agentes del ministerio público, un perito y dos militares. Al profesor le echaron cinco años por homicidio imprudencial más uno extra por beber mientras manejaba, a Elena sólo una multa administrativa para que aprendiera a no andar por ahí con viejos enfermos, le dijo la jueza mientras tomaba su declaración. Ella no paraba de llorar, pedía disculpas a todas las personas, incluso si no tenían nada que ver, hasta a una vendedora de comida rápida que entro a ofrecer sus platillos a la agencia del ministerio publico.
El profesor llamó a su ex suegro que era un abogado famoso, incluso había sido candidato alguna vez para presidente municipal, él hizo los trucos propios de un pillo político para sobornar a la jueza y liberó en menos de quince días a su ex yerno, pero con la condición de que le iría pagando cada mes y se dejaría de pelear la custodia de su nieta.
Desde que salió de prisión telefoneaba a Elena pero ella no quería saber nada de él y se escondía incluso cuando le montaba guardia afuera de su clase de francés, el viejo maestro se había empecinado más en la bebida, lo habían echado de la escuela, ya no vestía a lo catedrático francés ni hablaba de Ovidio y Petrarca. A Elena le dio lastima una noche que lo encontró espiándola detrás de un puesto de hamburguesas mientras ella se besaba con un muchacho en un carro.
A la mañana siguiente de que lo descubrió, decidió llamarlo porque, pensaba, él no tubo la culpa después de todo, la tubo la mamá que no cuido de la niña. El profesor le contestó con el habitual enfado, aunque se desmoronó después que supo quien le llamaba. Quedaron de encontrarse en un parque, él sonrió mientras colgaba, pero ella se mordió los labios en esa inconfundible expresión de ¿qué chingados estoy haciendo?
Él estaba sentado en una banca, borracho hasta la medula vociferando maldiciones a las aves que revoleteaban cerca, cuando lo encontró sólo le dio una sonrisa discreta y se sentó a su lado, parecían un abuelo y su nieta que discutían algún problema familiar. Pasaron diez minutos sin mencionar la tragedia, hasta que él le preguntó si aún tenía problemas para dormir, sí, le contestó, aún escuchó el último grito de la niña. Mira lo encontré en la parrilla de la defensa de la camioneta el día que salí de la cárcel, y en el centro de su mano abierta una cajita dorada, adentro un ojo pequeño que parecía una uva aplastada se hacía más negro y duro, como un fruto marchito.
Elena se levantó de la banca enfurecida, ¿qué esperaba mostrándole ese ojo? Se sintió desabrigada, con frío a pesar de ser un día templado. El profesor la alcanzó, le pedía que no se asustara, que ese ojo era un recordatorio muy importante de los extremos a los que solía llegar su estupidez, que lo conservaba para no olvidarse del pasado.
La convenció al fin tras quince minutos de insistencia, jaloneo y suplicas casi humillantes, pero ella aceptó porque en verdad le gustaba coger con el profesor, podía ignorar el asunto del ojo un par de horas, después lo borraría de su vida.
Le ofreció una cerveza, ella se acomodó en el sofá a esperar a que volviera de la cocina. Cuando volvió estaba desnudo ya, Elena, con poco entusiasmo y más bien desvistiéndose como para una revisión medica, se despojo de la falda y la blusa.
El profesor había explotó toda la necesidad y las ganas dentro del sexo de Elena, la había hecho llegar unas tres veces hasta que ella misma se apartó para ir por un vaso de cerveza. No dejó de resultarle extraño el buen trabajo que el maestro acaba de hacerle, porque si era verdad que su talento como amante era bien reconocido tampoco alcanzaba las mermeladas del éxtasis, a lo mucho las erecciones le duraban veinte minutos y no pasaba de las tres venidas.
Elena bebió de un trago el gran vaso de cerveza y volteó al sillón donde el profesor estaba acostado boca abajo, ¿qué tomaste está vez, algunas vitaminas?, le preguntó para curiosear el por qué de su potencia, hace un año que ya no las tomo, ya lo sabes. Se levantó y lanzó la frazada y un par de cojines, buscó debajo del sillón, pronto su cara brilló de felicidad, aquí está, esta es la grandiosa medicina, le dijo a Elena mientras alzaba hasta su vista un brazo de no más de treinta centímetros cuya manecita permanecía cerrada, lo encontré atascado debajo de la camioneta, subrayó en un tono jocoso. Elena salió corriendo del departamento, no había tomado la blusa, sólo la falda, con los brazos cruzados sobre el pecho y a toda marcha se perdió entre las calles del viejo fraccionamiento.

viernes, 3 de julio de 2009

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Nadie da por nada su corazón y no más me queda esta canción, una vez yo me sentí mandamás, sin tu amor el sésamo, se cerró. Y llorar, no más rodar y rodar, al final, la vida sigue sin ti, la muerte viene hacia mí. Nadie da por nada su corazón además nos queda alguna razón, ya no sé si voy o vengo qué va, dime tú por dónde piensas que estoy, pues tal vez no iré ni a mi funeral, has de ver, como me arrastro sin ti, como me quedo sin mí, nadie da. NADIE DA, MÁS QUE EL ADIOS DE SIEMPRE, NADIE DA, NI LO QUE SOBRA, MIRA NADIE DA: JAIME LÓPEZ

jueves, 2 de julio de 2009

OSTRO CUENTO OSTRO¡¡¡

UNA CATEDRÁTICA QUE MUERDE
Los cuatro semestres que fui su alumno me habían sido tormentosos e insoportables, sentía, ya entrada la madrugada, que estaba conduciendo por brechas equivocas mi vida, pues su recuerdo que me asfixiaba y sus acciones que me quitaban el sueño, no me hacían sentir en la existencia como alguien feliz.
Recién cumplí los cuarenta años me inscribí en la licenciatura en letras. Uno de mis nietos cursaba estudios ahí y había conseguido alentarme lo suficiente para sacar matricula. Yo no era un amante de los libros, aunque el ejercicio de la lectura siempre me ha sido agradable y útil, no tenía como principal ocupación hurgar entre páginas, ni escudriñar el significado del símbolo.
Los primeros días en el aula me parecieron interminables, aún peor porque los otros alumnos eran dos o tres veces menores que yo, e incluso al profesor le llevaba una década completa. Las compañeras lucían cada día un atuendo distinto, pero la ropa era lo menos interesante en ellas, sus cuerpos hermosos llenaban de alegría las tardes, incluso le comenté a mi hermana: esas niñas son tan bonitas que no podía creer que me dijeran Andrés, así como si nada. A ella le pareció que me entusiasmaba de más con aquellas putillas y tenía razón.
Antes de pisar el aula me imaginaba un ambiente restirado, de gente que toma el camino del otoño muy rápido, sin necesidad, sin la mesura ilusa de los años, sólo por que no soportan estar tan consientes de su pequeñez. Pero me encontré a un nutrido grupo de adolecentes que vivían las primeras ilusiones de la confusión y que disfrutaban sobretodo del mejor momento para hacer fiestas.
Algunos profesores también eran animosos, se unían a las cooperaciones y junto a todos alzaban su vaso de mezcal. Se forjaban quince o veinte churros de mota, algunas compañeras ya pedas se animaban a coger. Yo no tenía tanta suerte para que me tocará un acostón, sólo se reían de mí; consiguieron engañarme dos veces, la más buena de la fiesta se me encimaba, cuando intentaba tocarle el bollo, me lanzaba un vaso donde, previamente, habían apagado las ardientes bachas de los tabacos.
Las fiestas jamás eran programadas, de esa forma era imposible que se realizaran, las mejores ocurrían entre semana, cuando los chavos traían aún del dinero que sus padres les abonaban desde el rancho. A esto, como es de esperarse, le sucedían las crudas tremendas, amanecidos en cualquier rincón, tardábamos unos segundos en retomar la rueda, algunos recibían al sol bebiendo o inhalando coca.
Confieso que yo me retiraba temprano la mayoría de las veces y aún así no conseguía disipar el malestar a tiempo. Los maestros que no eran fiesteros no tardaron en mirarme con desdén, pues, a lo Sócrates, me acusaban de deslumbrar para confundir a los alumnos más jóvenes. Era mentira, aquellos muchachos me parecían completos bobos con un futuro insulso.
Pero ella no se conformó con chismorrear, ni con aconsejarle a los compañeros que no tuvieran más amistad conmigo de la necesaria. Fue más suspicaz pero más dañina, su ponzoña brotaba sobretodo a la hora de la clase. Desde que era estudiante de primaria me gustó sentarme en la orilla junto a la ventana, siempre me ha causado problema enfocar mi atención en una sola cosa. Ella tenía un método muy ramplón, se instalaba en el escritorio, encendía su computadora portátil y, más como una réferi que como una maestra, decía quien era el próximo en exponer el tema del día. Me costaba mucho trabajo permanecer quieto, pero tampoco me hallaba a gusto si le hacia plática a un compañero, me cansé pronto de mirar a las muchachas y hacer dibujos me entretenía, pero sólo unos minutos.
Pronto descubrí que lo mejor era salirme, me llevaba un poquito de hierba y me escondía para fumarla, lejos de los viciosos que hacían guardia en las canchas, a esos nadie los tomaba enserio porque se reventaban recio todos los días, en cambio yo prefería sólo atizar en la clase de la maestra perra, me subía a mi auto, prendía la radio y daba una vuelta por el campus, ya estimulado regresaba al salón para dar mi comentario los diez o quince minutos que restaban. Así funcionó bien las primeras semanas, después no me fumaba sólo un gallo, me hacia tres y bebía un par de cervezas, luego, la verdad no recuerdo bien como, empecé a trabar amistad con los vagos de la cancha.
Eran encajosos sin dinero, me pedían para todo, hasta querían que los llevara a la tienda, como su chofer-mecenas, un tiempo lo pasé bien entre ellos, me gustaba sentir que no tomaban a la ligera mis años, cuando les platicaba del antiguo mundo de la compra venta de marihuana en la ciudad se entusiasmaban, pero no con otro tipo de relatos, estaban obsesionados con el vicio y la parafernalia de los fumadores, algunos incluso habían sido expulsados de la universidad por negarse a disminuir su consumo en horas de escuela.
La maestra comenzó a fastidiarme al ver que entraba con los ojos rojos y la pupila dilatada, hacia cara de molestia, fruncía los labios y decía para la clase: se ve que ya se fue a dar sus vitaminas don Andrés, y los que estaban sentados se desternillaban de la risa, pues sabían que era verdad y disfrutaban de mis humillaciones públicas.
Preferí durante un par de tardes no aparecerme por la escuela, en especial los días en que la pinche maestra atendía a mi grupo; ella junto a mí es una niña idiota, pensaba cuando se acercaba la hora de entrar.
Me quedaba en casa repasando algunas lecciones, sobretodo de literatura europea del siglo XVIII, me interesaba Flaubert y eso que mi nieto me advirtió que a primera impresión me parecería abrumadoramente cursi. Pero no fue así, al contrario, lo encontré conmovedor y profundo. ¿ Cómo sabía tanto acerca de los seres humanos, cómo si sólo era un francés, es decir un simple ciudadano del mundo, podía hablar de forma tan general de los hombres?, quizá porque no era tan “simple” y había aprendido a observar el comportamiento de las personas al grado de encontrar los caracteres que las hacen similares.
Leía una edición de Madme Bovary, estaba justo en el capitulo donde Rodolphe ha perdido el interés por Emma y ella se desgañita implorándole la pasión que el esmirriado Charles no pudo darle; cuando alcé los ojos del libro y vi a la maestra perro delante de mi. Hizo trampa en el examen, me dijo en un tono de voz malicioso, lleno de rencor.
Esa fue la primera vez que me reprobó injustificadamente, pues yo no había copiado ni hecho ninguna trampa en el examen, ya cuando fui joven e hice la educación elemental había copiado mucho y había recibido muchos castigos, los cuales habían funcionado, desde los diecinueve años no hice más trampas en pruebas, ni siquiera cuando me detenían en la calle para hacerme un test de salud esos enfermeros charlatanes que le checan a uno la presión por un peso.
Estaba furioso y frustrado, esa niña pendeja quería que le diéramos nuestro respeto pero jugaba a ser la malvada maestra, sin ablandar en buen termino su pensamiento. No tenía en mi vida porque darle entrada, la misma tarde en que repasaba la novela del maestro francés me hice consiente a la fuerza de esta idea y decidí ya no pensar en el asunto, dejar el juego de la escuelita, concentrarme ante todo en que si había entrado lo hacía con el propósito que fijé mi primer día: ocupar el exceso de tiempo que le es tan común a muchos jubilados.
Un año se cumplió sin que volviera a pisar la escuela, la frustración que me había causado reprobar a una edad tan avanzada y los motivos estúpidos por los cuales había sucedido la desgracia, no me permitían caminar los pasillos ni acercarme a la puerta principal, una poderosa energía de odio y resentimiento me aprisionaban sin dejarme mover. Pero como los malos amores, se me olvidó rápido, poco a poco me fui acercando, de pronto una tarde ya había pasado todo el día ahí, tirado sobre el pasto hojeando un libro de Ezra Pound.
Mi hermana me pidió que no fumara marihuana en la sala porque a ella el aromático humo del cáñamo no le causaba ningún placer. Sólo podía fumar en las mañanas cuando ella salía a llevar a mi sobrino al jardín de niños y otro poco en la madrugada, pero eso sí conseguía quedarme alerta para asegurarme de que ellos no despertarían.
Con la prohibición en mi casa no me sentía cómodo, aunque podía fumar en la azotea, o pegado a la ventana de la calle, preferí salir todas las tardes a dar un paseo por la que acababa de ser mi escuela, me sentaba en los prados y fumaba despacio sin prisa. El viernes de esa semana fui a quemar un poco de hierba, camino a los jardines, por las aulas vacías, escuché los chillidos de unos cachorros.
El alboroto venía de un costado del edificio central, caminé deprisa, al borde de la pared encontré un trío de perritos recién nacidos que gimoteaban juntó a su madre. La maestra estaba tendida sobre la tierra, mantenía las piernas abiertas, el último cachorro luchaba por salir de la vagina estrecha, el lloriqueo se volvió callados suspiros. La catedrática tomó algunas de sus prendas, se vistió rápido sin dejar de caminar, aunque lo hacía lento, con pasos torpes; yo la perseguía con los cuatro cachorritos contra el pecho. Ella no volteaba, no se detenía, le dije que no dejara ahí a los niños, la tomé de un hombro, dio a su cuello un giró veloz para clavarme la dentadura en el brazo izquierdo, solté a las crías que cayeron dispersas a nuestro alrededor, la perra recuperó la fuerza suficiente para correr entre ladridos estruendosos que agitaban el reflejo de la luna en los vidrios de los edificios.
De los cuatro recién paridos sólo uno sobrevivió, era de un negro mate muy profundo con una de las patas traseras totalmente blanca, parecía que estaba desnudo y llevaba puesto un calcetín blanco. Me lo quedé aturdido por la impresión de lo que había observado, aunque el perro tenía el aspecto común a su especie, la imagen de su parto me incomodaba, le tenía miedo a la criatura, era un miedo que me estaba causando daño, pues le hacía tantos mimos y complacencias para “no despertar su maldad” que no había estado consiente el día que subordiné mi vida a sus caprichos, hasta el punto de pasarme los días enteros pendiente de su dormitar excesivo y su apetito sin medida.
Una tarde escuché que algo raspaba con la puerta, afuera de mi portón la maestra llamaba como hacen los animales domésticos, con las patas de arriba hacia abajo un par de veces. Aunque la odiaba, también le fingía respeto por temor a sus desconocidas facultades mutantes.
La mordida que me había proporcionado aquella noche no tenía la cicatriz formada, la carne se veía latente, pero no sentía dolor, ni molestia, al contrario, desde aquel suceso la depresión y el mal genio se mantenían menos vigentes en mi vida, las cosas parecían ser amables una vez más con el viejo y mostrarle un poco de dulzura, al fin.
Entre sollozos de perra me contó que un ex alumno la había maldecido con la condena de parir de perritos durante cinco años, éste ya es el cuarto, agregó un poco más ofuscada que al principio. No entiendo por qué no me quieren los alumnos, me repetía con insistencia, al que me embrujó lo reprobé cinco veces, pero es que olvidaba siempre ponerle el acento a Hernández en el nombre de Francisco Hernández, no podía pasar eso por alto. Sus argumentos estúpidos me sacudieron aún más, le ofrecí una cerveza pero tampoco la aceptó, sólo dijo antes de irse que tenía que matar al perro o me volvería pronto su esclavo. De su bolso sacó mil pesos que me entregó en un sobre en el que decía: como disculpa por la mordida.
Fornicio le puse de nombre al animal, me gustaba el sonido a gondolero veneciano; Até una correa de paseo a su cuello y me lo llevé a un burdel a gastar los mil pesos. El ambiente era bueno los jueves no muy tarde, me gustaban las mujeres de ahí porque no se cohibían cuando el intento de meter el dedo se presentaba, ni hacían escándalo por pedir una rebaja en la mamada de verga. Dejé a Fornicio amarrado a la mesa mientras una morena me complacía en el privado, era alta de nalgas grandes y cintura fuerte, de huesos macizos, le estaba chupando los pezones cuando escuché que Fornicio soltó chillidos adoloridos, me aparté de la mujer y fui hasta la mesa. Un mesero alto lo había cargado ya muerto después de que un tipo de sombrero vaquero le soltara cinco balas de su treinta y ocho especial sólo por darse ánimos en esa noche en que la coca estaba más rebajada que de costumbre.
La impresión sazonada con la impotencia subieron a mi corazón, caí despilfarrado al piso, no supe nada hasta que desperté en el hospital “Chispa de Cristo” la clínica donde mi hermana trabaja de enfermera. En tres días me recuperé totalmente, aunque mi estado emocional seguía apagado. Una mañana que desperté a medio día luego de soñar mucho tiempo con Fornicio, abrí los ojos y di tres aullidos que aturdieron al doctor que me cuidaba.
Hundido en la amargura no me había enterado que el periodo de inscripciones en la facultad había comenzado ya; quise retomar la carrera para mantener mi imaginación distraída, sin ocuparse únicamente de pistolas, cuerdas, asfixia con carbón.
El director me dijo que podía entrar pero que no tendría titulo si no aprobaba la materia de la maestra perra, es la única con la que se atrasó, añadió a su imbécil y por suerte breve discurso de rebienvenida. Creí que me sería fácil aprobar con la maestra por los antecedentes que entre ella y yo habían ocurrido, pero cuando me presenté en su clase el gesto con el que me recibió inmediatamente me hizo notar lo contrario; sus labios se habían colgado a la izquierda, los ojos desplegaban maldad brutal; le sonreí mientras ofrecía mi palma abierta al saludo, ella se me quedó mirando unos segundos y preguntó: ¿ya lo mataste?, me senté en una banca muy cerca de ella, hasta que terminó la clase le dije: no lo he matado, sigue en mi casa, se parece tanto a su madre.
Los efectos de la mordida no terminaron con insolentes aullidos ni depresión por la muerte de Fornicio. Una tarde antes de la clase de los martes, me había fumado un par de churros y esperaba a que el día se fuera lo más rápido posible para volver a la casa a echar una siesta; la maestra entró al salón acompañada del director, la secretaria del director y un aspirante a rector que tenía una cara grande que parecía una mascara.
El de la mascara comenzó su discurso, más becas, más escuelas en los municipios. La maestra estaba frente a mí, de pie, llevaba una falda pegada al cuerpo que dejaba ver unas formas que antes jamás le había notado, su cadera estaba bien delineada y su culo sobresalía delicioso, pero nada era tan hermoso como el aroma que despedía, un perfume acre de sexo limpio y sudor, aroma que me colocó al borde del deseo, tenía la verga parada, dura como una solera de metal; aunque mi conciencia intentaba detenerme no pude guardar las ganas de lanzarme, y me lancé sobre ella de un salto. No era más el viejo que jugaba a ser universitario, no más el mariguano que representaba para ella lo más odioso del mundo. La sujeté con mis brazos, una fuerza desconocida emanaba de mis músculos, la volteé de nalgas después de que le arrancara la ropa y la viole al puro estilo canino, con mordidas en el cuello, con ladridos feroces, con embestidas aceleradas. El director, el candidato y el resto de la clase intentaban separarme pero al menor acercamiento les asestaba una mordida rabiosa, hasta que unos malditos vinieron con un balde de agua hirviendo desde el comedor de estudiantes y lo vaciaron completo sobre mi cuerpo desnudo.
Sin tiempo para quejarme, salí del salón a toda prisa, cuando llevaba buen tramo volteé para observar como las patullas policiacas comenzaban mi casería. Pero me había puesto a correr como un perro callejero y malherido.
No me presenté más en la escuela.
Un día me llamó una compañera para preguntarme si iría a la graduación, le dije que no podía porque tendría a la maestra y a la policía detrás de mí apenas entrara al salón de ceremonias, pero ella me interrumpió, no debes preocuparte, a la maestra la encontraron muerta en su departamento, la atacaron los quince bull terrier que, dicen, tenía como mascotas. Entonces iré, le dije a la compañera entusiasmado. Pero me quedé en casa a roer un hueso grasoso de ternera.