sábado, 19 de diciembre de 2009

EL PINTOR Y LAS NIÑAS



ENCONTRÉ LA PAGINA DE ESTE ARTISTA Y ME MARAVILLO SU TRABAJO, SOBRETODO ESTOS DOS RETRATOS... AH QUE MARAVILLA DE NIÑITAS... QUE DULCES, QUE PERVERSAS... Y EN MEGALIENZOS, CON SU PIEL DE ACRILICO...AQUI LA PAGINA DE CARLOS MURO PARA QUE SE CAGUEN EN LOS PANTALONES CON LO BIEN QUE PINTA, YA QUISIERAMOS MUCHOS ACERCARNOS UN POQUITO A ESTE ESPLENDOR, POR LO PRONTO A SEGUIR BABEANDO: www.carlosmuroaguado.com

martes, 1 de diciembre de 2009




FUMANDO UN TOQUE DE BUENAS NOCHES EN LA CASA DE LOS JHONSONS Y LOS MIERDAS: UN ACERCAMIENTO A LA OBRA DE WILLIAM S. BURROUGHS


¡Carne pa’ la picadora!,
sólo colocado se calma este dolor
que tanto agobia mi cuerpo terrenal
¡vida de superviviente y meterte algo decente!,
ahora me pongo con metadona
y cuando puedo de todo lo que hay,
eres muy libre si quieres confiar
sólo un amigo te puede traicionar,
la culpable de mi ruina es la sociedad
que cuando mejor estoy se acaba el material.
LA POLLA RECORDS.


PROLOGUITO INTRAVENOSO
El Ruso es un drogadicto que conocí en una época terremótica, en términos afectivos, y dolorosa, en términos físicos; me encontraba en proceso de recuperación de un tobillo con esguince que dolía en forma extrema, acentuado por querellas sentimentales del tipo no te vayas todavía.
Para mitigar el sufrimiento pasaba horas a la sombra de los edificios viejos, liando cigarros de verde alegría e ingiriendo elixires que canónigos apóstoles de la tranza, el hurto y el narcomenudeo disponían a los parroquianos más adeptos a esos terrenos de embriaguez sagrada.
En un festín de tópicas alucinaciones barbitúricas, como las que eran frecuentes, se presentó un enjuto personaje montado en una vagoneta pintada de infernal rojo carmesí, que a los dos vasos de matarratas decidió invitarnos a su casa.
El Ruso tenía una mansión: dos albercas, tres cocinas, cinco baños; me sorprendí de observarlo con la apariencia de un oficiante de la mezcla y el ladrillo rodeado de aquel lujo aristocrático. Incluso había un piano en la enorme sala, donde el Ruso hizo gala de su talento musical cuando interpretó el conocido “tata tata ta” e hizo la gracia de los invitados que no tardaron en festejarle tan suculento acorde.
Pero las virtudes artísticas del anfitrión nada interesarían de no ser por lo que se guardaba en el interior del instrumento, en la caja de cuerdas del piano el Ruso escondía quince cajas con dieciséis dosis de metadona y otras tres cajas con dosis de buprenorfina. Quienes hayan estado en una demostración de refractarios me entenderá, el vendedor nos mostraba la mercancía parloteando de sus virtudes, incluso dando unas muestras.
Busqué a un camarada, le mostré dos ampolletas que había conseguido la noche anterior y él hurtó a su hermana con diabetes dos jeringuillas para insulina. Él primero: colocó un cinturón en el brazo y se pinchó, luego yo, inexperto no encontraba la vena y me provoqué dos abscesos, luego con su ayuda logré meterme once mililitros de metadona. El efecto fue angelical, un alivio extremo, el estado de gracia absoluto, cuando la melancolía tuerce el brazo.
La mañana siguiente y todas las mañanas de quince días me desperté almorzando un chute y cenaba otro. Aunque me sentí enganchado sabía que la metadona es una sustancia que se utiliza para controlar la ansiedad cuando existe la adicción a la heroína o la morfina. Me olvidé del asunto apenas se me acabaron las ampolletas y volví al placentero churro con cerveza.
El relato de mis veleidades viciosas pretende mostrar en que forma el asunto de las drogas ha tomado una posición tan flexible en la existencia, la manera tan simple de caer enfermo, pero no del vicio de la propaganda oficial, aquel que “destruye a la sociedad” sino del desmantelamiento paradójico de casi el mismo mensaje: la sociedad que destruye.
Para que la droga entrara en mis venas fue necesario que el sistema operara efectivamente, pues la metadona es una sustancia de laboratorio, subsidiada su producción por empresas privadas u organismos de gobierno, fabricada específicamente para el alivio de dolores extremos, delirios esquizofrénicos, farmacodependencia. El acto en apariencia simple del embolo empujándola dentro del organismo es además una apología del dominio, la manipulación y la condición perene del ser humano de ser gobernador y gobernado, y de la lucha imposible, eterna, por que esto sea diferente.
Sobre el tema escribió de manera abundante William S. Burroughs, sus libros son una linterna entre la bruma, desenmascaran a los actantes del trafico, el consumo, la pesquisa, en el mundo de la adicción y cómo se construye un entarimado sobre nuestra existencia para hacernos participes de la gran teatralización del universo, que terminará por consumir incluso nuestros más vagos anhelos.
LIMPIÓN
Si algo podemos precisar acerca de lo natural en el hombre es su peculiar obsesión por dominar a los semejantes. Todos estos siglos de vida humana y al fina les aseguro que esta es la respuesta más evidente cuando ponemos los codos sobre la mesa; no hay sino poder en disputa, medios para conseguirlo y preservarlo, pero antes que nada ejecutarlo.
La competencia es el mal de nuestra especie, propició y alimentó a la hidra de las mil cabezas de la burocracia, ese monstruo al que acabamos cediendo el complejo de nuestra voluntad. Nada de grandes mitos ni pláticas con Juno, deja la inspiración y expira, estate ahí acobardado detrás del titulo de la universidad o el jornal de quince horas, no existe la culpa porque no existe el pecado, has nacido para darle dos brazos y piernas firmes, unos quince o veinte años, después el gobierno arrojara al suelo algunas migajas para que no jales del gatillo, ningún coordinador de pompas fúnebres querrá perder un cliente, ni la morgue, ni el seguro social, ni el proveedor de internet, aun si decides disparar sobre tu cabeza algún listo tendrá un buen negocio entre manos.
El resultado final de la representación celular completa es el cáncer. La democracia es cancerígena y su cáncer es la burocracia. Una oficina arraiga en un punto cualquiera del Estado, se vuelve maligna como la Brigada de Estupefacientes, y crece y crece reproduciéndose sin descanso hasta que, si es controlada o extirpada, asfixia a su huésped, ya que son organismos puramente parásitos. La burocracia es tan nefasta como el cáncer, supone desviar de la línea evolutiva de la humanidad sus inmensas posibilidades, su variedad, la acción espontanea e independiente y llevarla al parasitismo absoluto de un virus.
La literatura de William Seward Burroughs es una disección al mundo del poder corrompido y a los mecanismos por los cuales la humanidad ejerce sobre la existencia la autodepredación que le es usual desde sus días de andar en cuatro patas. El infortunio de la mayoría al pertenecer a los dominados por los dominantes, en casi todos los casos obtusas ratas criadas por el vano lujo del progreso; provoca que la vida sea una constante pelea donde se nace noqueado. En las novelas del autor estadounidense prevalece una frialdad antiromántica que parece decirnos: basta de ensoñaciones, esto es lo que hacen con nosotros y lo hacen con esto. Y William Lee se coloca un piquete de chiva .
Uno de estos mecanismos de control resalta en la obra de Burroughs: la droga, en especial las que llaman duras, sintéticos derivados del opio. El avatar inclemente de los estados para procurar que se propicie lo que el mismo escritor llamó “la histeria de las drogas”. Las sustancias no representaban un problema serio hasta que se promovió una guerra mundial contra ellas a principios del siglo pasado, cuando comenzaron las leyes prohibicionistas , creando un telón de ignorancia donde reina la estupidez, el abuso y la burla propias de una psicosis colectiva promovida por todas las instituciones y las empresas que conforman el asqueroso cuerpo fétido de lo que solemos nombrar sistema; porque sencillamente representa un gran negocio, un gran control.
Lo que produce la droga es un estado idóneo para desconectarse de la problemática del mundo, al conseguir que el sujeto se vea reducido a la necesidad de suministrarse una substancia; la fuerza, la creatividad, la vida se desploma, prisionero del placer, la maquinaría comienza la licuefacción:
Si todo placer es alivio de tensiones, la droga suministra un alivio de todo el proceso vital, al desconectar el hipotálamo, control de la lívido y la energía psíquica.
Parece más probable que la droga lo que hace es interrumpir todo el ciclo, tensión, descarga, descanso. El orgasmo no cumple función alguna para el adicto. El aburrimiento, que indica siempre una tensión no descargada, jamás afecta al adicto. Puede pasar ocho horas mirándose los zapatos. Sólo pasa a la acción cuando se vacía el reloj de arena de la droga.
FORJE USTED SEÑOR LEE
William Seward Burroughs nació en una familia aristocrática de empresarios estadounidenses en St. Louis, Missouri, en 1914. Estudió literatura inglesa en Harvard y un curso de medicina en Viena, además de otros estudios de antropología y psiquiatría.
Su bibliografía comienza con la publicación en 1953 de Yonqui una narración autobiográfica en el tiempo que pasó como adicto a la heroína, escrita en una tradición narrativa más tópica, casi realista, y publicada por primera vez en Paris. Le siguen El almuerzo desnudo (1959), la más celebrada de sus obras y a la que el otro escritor americano Jack Keorouac sugirió el titulo. El exterminador (1960), La trilogía Nova (1963-1970), entre otras, además de múltiples artículos para diversas publicaciones.
Prolífico artista gráfico, actor y amigo de músicos de rock avantgarde como Sonic Youth, Tom Waits, Pati Smith y Kurt Cobain con los que compartió el estudio de grabación dejando estupendas canciones donde resuena su voz de viejo adicto aguardentoso, The prest they called him con Cobain, The black raider con Waits.
Burroughs sufre el mal de las celebridades intelectuales, su vida ha sido enaltecida como leyenda hasta hacer borrosa su obra, hasta convertirse en el objeto de su crítica, un personaje manipulado para confeccionar un imaginario con destino a ser reprimido bajo una aparente libertad, una aparente oferta codificada y diseñada por la industria. La contracultura, el gusano en la manzana.
La adoración de los poetas Beat suele producir confusiones para quienes la taxonomía es un mal necesario y al no encontrar un calificativo más apropiado lo incluyen dentro de la corriente poética de San Francisco, comandada más bien por Allen Ginsberg, eso sí, amigo intimo de Lee y al que consideraba el mentor de dicho grupo. Jack Kerouac y Ginsberg lo encuentran como un viejo profesor en la universidad en 1944, la personalidad y la literatura del hombre mayor influencia a los jóvenes quienes además consiguen que se interese de nueva cuenta en la literatura, pues un par de años antes había perdido casi por completo el interés.
Burroughs es uno de los pensadores más serios en el tema de la adicción, junto a Thomas de Quincey , Jean Coteau o Charles Baudelaire, pero en él la droga no es un aliciente de la vida, no es escape ni confrontación, sino aniquilamiento, miseria, siete horas de mirar la punta de los zapatos para después salir a buscar otro fije. En los pasajes de sus novelas nos sentimos enfrentados a textos científicos, médicos y antropológicos mezclados con una prosa poética de imágenes condesadas, un novelista y un ratón de laboratorio que se ha inyectado unas dos mil veces y nos cuenta lo que ha pasado.
DESTÁPENSE CAGUAMAS
Es preciso que entendamos la diferencia sustancial, quiero decir de carácter, entre las drogas blandas y las duras. Las primeras son las naturales, el cannabis, el opio, el hash, los alucinógenos ceremoniales. Las segundas son las producidas por el hombre, principalmente la acetilmorfina, la cocaína y derivados del opio. Las primeras son adictivas en forma psicológica, existe una dependencia emocional a la sustancia, las otras causan adicción metabólica, el organismo depende al cien por ciento de la sustancia cuando se es un yonqui y la mayoría de las veces que un sujeto se pincha la vena se colgará del vicio, estará enfermo .
En 1927 en una asamblea de gobiernos (esos deslices traviesos donde los funcionarios gastan en contentillo romano el erario publico), con la finalidad de crear leyes que regularan el consumo y la venta de drogas, Estados Unidos de Norteamérica consiguió que la cannabis se convirtiera en droga ilegal , todo un despliegue mediático muy apoyado por el cine ha producido desde entonces un desprestigio malicioso sobre una de las más bondadosas sustancias. Anteponiendo el prejuicio y la ignorancia incluso ha conseguido una ridícula satanización de la mota que, al menos lo sabemos los consumidores habituales, procura más alivio que cualquier analgésico de Bayer, más alegría que una telecomedia y un alivio amable, dañina es verdad, pero no más que el puré de papas o la polución en los zapatos.
William Burroughs escribe acerca de la prohibición y los métodos esquivos con los que el estado norteamericano finge combatir un problema que ellos mismos alimentan: “recordemos el siglo XIX y principios del XX—los viejos buenos años—: nos evocan un afecto moderado con el opio, la cannabis, los solventes y la cocaína; eran vendidos a uno y otro lado del océano y Estados Unidos no se hundió por eso”.
Con la droga se obtiene un cordel extenso que une la infinita serie de personas-personajes que intervienen en todo momento de su presencia física, desde la producción hasta la vena; estas relaciones surgidas por la ilegalidad juegan también al lobo y la oveja, en estados corrompidos como a los que sobrevivimos, desde el adicto al consumidor casual han caído en la trampa, telaraña oficiosa donde: “El desvalimiento del adicto a la droga es un ejemplo de la libre empresa y sus efectos en un ámbito bastante amplio para incluir las incursiones predatorias de psiquiatras, cirujanos y financieros en la vida humana”.
En el mismo ensayo de revista antes citado, Burroughs divide a las personas en dos grupos: los mierdas y los Jhonson, los primeros carecen de asuntos y se ocupan de los de otros, chismosos, soplones y fanfarrones; los segundos tienen asuntos propios y se ocupan de ellos aunque están dispuestos a tender la mano. Para las sociedades en que nos movemos resulta más provechoso la propagación de los mierdas, una tierra de chismosos que sustente la estupidez de las guerras antinarcóticos, que dé enfermos a los psiquiatras y se construyan más centros de rehabilitación que hagan de consuelo en la gran representación que los manipuladores proyectan sobre todas las pantallas del mundo, donde acuosos ojos de bebés, que por desgracia han nacido humanos, tiemblan al contemplarse en esta cañería rota.
El yonqui es lascivo, perverso, porque el amor es la bandera de batalla de los gobiernos predadores, aniquilado por una chocante cursilería: “lo que llamamos amor es mayormente un fraude, una mescolanza de sexo y sentimentalismo que ha sido sistemáticamente degradada y vulgarizada por el virus del poder” . Sin amor y sin voluntad el adicto conserva su carne chupada con un par de dosis al día, siempre con vértigo de caer en la abstinencia y padecer el “algebra de la necesidad” porque el verdadero problema no es la droga sino su ausencia, entonces el organismo aúlla en retorcidos compases de intestinos, necesita la jeringa o necesita la muerte, lo que llegue primero; en el síndrome uno se gradúa de yonqui, uno se ve cara a cara con lo que busca, es la verdadera enfermedad de la droga.
A William S. Burroughs debieron darle incontables ataques de abstinencia, pues él mismo confiesa que padeció la enfermedad de la droga quince años, sólo suspendía por cortas temporadas el habito en las que lo combatía con otras drogas, probándolas todas (o las que existían hasta su muerte) y experimentó además muchísimos tratamientos de cura, de los que concluyó que ninguno de los métodos usados para el alivio o la deshabituación eran efectivos, sólo causaban mayor necesidad. Al prolongar el deseo de drogarse cuando un adicto es liberado de una “granja” sale como una gata en celo y enjaulada.
Debajo del yonqui un ser larvario excreta mucosidad, es el adicto que se arrastra, último de los reductos de la humanidad, introducido en un tiempo anormal, el tiempo de la droga:
Clarinetes vibrantes: dos porteadores negros introducen al hombre desnudo y lo dejan caer sobre el estrado con brutalidad animal, despectiva… El hombre se retuerce… Su carne se convierte en una jalea viscosa, transparente, que se va evaporando en una bruma verde, dejando al descubierto un monstruoso ciempiés negro.
FUMEMOS DESNUDOS
Eric Mottrand en una charla con William Burroughs para la BBC dice acerca del escritor: “Su agudo humor farsante opera contra los agentes del poder en el mundo adicto, contra abogados y jueces, financieros y sacerdotes, doctores y psiquiatras, para exponer la ridícula idea de una sociedad absolutamente libre” . Sobre esta farsa, una sátira más bien, se desenvuelve Bill Lee, el personaje-autor de Yonqui.
Lee es un hombre maduro pero joven que ha pasado por numerosos empleos, desde fumigador a militar, una tarde su amigo Bill Gaines le propone comercializar unas cuantas ampolletas de morfina, así comienza su adicción y un camino de resistencia y entrega, donde hace de traficante, enfermo, charlatán de farmacia, ladrón de borrachos, marica de cantina, prófugo.
Encontramos en Yonqui un informe detallado de los usos y las costumbres de la gente relacionada con la heroína en los años cincuenta en América; en la novela Lee viaja de Nueva York a Kansas, de ahí a México, donde consigue de inmediato heroína cortada que le compra a una vieja en la Merced llamada Dolores. Además se muestra entusiasmado porque en ese país se puede conseguir una receta de morfina expedida por el gobierno. Al término del libro asevera que emprenderá un viaje a Sudamérica, al Amazonas, en busca del Yague de los chamanes Chimús, una planta enredadera con poderosos efectos mentales, incluso telepáticos, muy parecido al Floripondio y al Toloache mexicanos.
Casi en labor de antropólogo Burroughs narra los diversos estados por los que transcurren cuerpo y conciencia del adicto:
Las sensaciones se agudizan, el adicto tiene conciencia del funcionamiento de sus viseras hasta un punto que resulta incómodo, el peristaltismo y las secreciones son incontrolables. Independientemente de su edad, el adicto que se está desintoxicando puede caer en los excesos de un niño o un adolescente.
William Lee despotrica contra el gobierno de los Estados Unidos y las amañadas leyes que promueve contra la droga; aunque la narración corresponde más al estilo clásico, una historia narrada de manera lineal con un principio y un fin específicos, contiene la desafiante ecuación poética de Burroughs, sátira hilarante, crítica enfadada, al final verdades incómodas pues termina por concluir: “Ninguna reflexión consiente acerca de las desventajas y horrores de la droga puede darte el impulso emocional para abandonarla. La decisión de dejar la droga es una decisión celular”.
El almuerzo desnudo es una obra más compleja tanto en su propuesta narrativa como en la mordaz crítica al sistema predatorio americano. Escrita en colaboración con el artista plástico Brion Gysin que había desarrollado una técnica de composición pictórica llamada cut-up, en la que intercambiaba grafismos, algo semejante al collage, Burroughs perfeccionó la técnica de Gysin y creo el Fold-in, él mismo explica el procedimiento:
Una página del texto, mío o ajeno, es doblada por en medio y situada en otra página, leyéndose entonces a través del texto compuesto, es decir la mitad de un texto y la mitad del otro. El método fold-in se extiende hasta escribir el flashback utilizado en las películas, permitiendo al escritor moverse hacia delante o hacia atrás en su pista temporal…
Con tal estructura la novela es un camino tortuoso en el que constantemente encontramos al aliento mordaz de la confusión, como un guardavías dormido, cuyo tren a vigilar se aproxima con luces hirientes de un amarillo casi plasmático, en orquestación de nuestro avanzar por la página apretada, con esos párrafos que son bloques, que son paredes. Porque la de Burroughs es una literatura de respuesta, de ataque, un singular alejamiento del espacio-tiempo coordinado, adecuado al sujeto: “Soy un aparato para grabar… No pretendo imponer “relato”, “argumento”, “continuidad”… En la medida en que consigo un registro directo de ciertas áreas del proceso psíquico, quizá desempeñe una función concreta… No pretendo entretener…”
Aunque bajo esa afirmación de no entretener nos entretiene, porque es en ese punto que la habilidad del narrador reluce; la pretensión de Burroughs era inventar una nueva mitología para la era espacial, donde el hombre aceptara el dolor de vivir: “les presento a mi obra maestra: El norteamericano desangustiado perfecto” . Conocemos ya la distopía Huxley , un mundo completamente feliz es un mundo rendido al dominio predatorio, al control totalitario, la humanización, es decir el apoderamiento fatal del universo.
En El almuerzo desnudo William Lee es un agente de Islam S.A, un corporativo burocrático que ejerce mano dura de oligarca sobre Interzone, el país que es todo el mundo, donde las razas de la tierra conviven entre la abundancia de aromas producto de un pesado humo que cubre todo el paisaje, una brisa oscura, mezcla de drogas quemadas, guisos, gases humanos y animales. En un ambiente muy parecido al mundo globalizado, un amasijo de gente medio muerta, atados a procesos jurídicos y maliciosos tratamientos experimentales de control en manos del pervertido Dr. Benway, el psiquiatra perverso que practica con la mente humana la automatización obediente a partir de la transfiguración del cuerpo, su anhelo es conseguir un cuerpo manejable al cien por ciento, al que pueda tasajear, hacer a su conveniencia:
—¿Sabe?-dice impulsivamente-, me parece que voy a volver a la cirugía tradicional de toda la vida. El cuerpo humano es de una ineficiencia escandalosa. En vez de tener una boca y un ano que se estropean. ¿por qué no tenemos un solo agujero para todo, para comer y para eliminar? Podríamos ocluir boca y nariz, rellenar el estómago y hacer un agujero para el aire directamente en los pulmones, que es donde debía haber estado desde el principio.
El cuerpo del adicto, al transformarse en masa para modelar, es un territorio proscrito donde la medicina busca la limitación, no la posibilidad, en donde las emociones son aniquiladas por la psiquiatría y la carne representa sólo aquello que nos da unidad, uno es su cuerpo. En Interzone el cuerpo humano es la batalla por el control, entre Licuefaccionistas, Emisores, Divisionistas y Factualistas, que se disputan la manipulación, reduciendo ante todo, primero que nada, la carne humana a la obediencia burocrática.
La homosexualidad en Interzone es norma, pues en un lugar en el que se ha roto con el matriarcado distributivo, el homosexual es contraindicación a los valores budinescos de la sociedad americana. Toda criatura terrestre asegura su existencia a partir de la formación de nuevas familias que mantienen la continuidad de la especie; en el hombre la cultura condiciona el comportamiento de dichos núcleos para los que la reproducción sexual es el punto medular de su permanencia. Al homosexual que detiene este ciclo se le achaca un padecimiento antinatural, se le relega como a un apestado enemigo de la especie.
—¿Los homosexuales están clasificados como pervertidos?
—No. Recuerde el archipiélago de Bismark. No hay homosexualidad declarada. Un estad-policía que funcione no necesita policía. A nadie se le ocurre que la homosexualidad sea una conducta concebible… En un matriarcado, la homosexualidad es un delito político. Ninguna sociedad tolera el rechazo declarado de sus principios fundamentales. Aquí no estamos en ningún matriarcado.
La sociedad americana deposita su funcionamiento en el estereotipo de la familia yanqui, con roles de comportamiento para cada miembro del grupo; el papá, la mamá, los hijos y los abuelos con los que invaden los aparatos de televisión, el cine, la historieta y todas las conocidas formas por las que el estado norteamericano lleva a cabo la americanización del mundo, con la que impone una conducta estándar y el abuso de instituciones a individuos es premisa para quien controla los poderes.
El libro El almuerzo desnudo es la cronología de la enfermedad de la droga, estructurado con técnicas que resultan de experimentar factores que organizan la percepción de un adicto a la heroína cuando está colocado. Además si consideramos el prólogo, el apéndice, y si se cuenta con la edición donde el autor añadió un apartado sobre las drogas que ayudan a curar el síndrome de abstinencia, tenemos un documento único en su especie, en demasía ejemplificador de las tretas de los gobiernos, de los efectos, de las maneras, de la perversión psiquiátrica, de la voraz locura del mundo, de la gran histeria de los drogas.
SACA LA BACHA
Según uno de los postulados de la filosofía pesimista de mediados del siglo XX, el hombre es un animal monstruoso capaz de ser consiente de su muerte, esta condición lo hace caducó y lo conduce sin más ni más a un enfrentamiento deprimente, por inútil, con las condiciones que lo hacen un ser humano. Su naturaleza egoísta ocasiona que no cese de inventarse un origen y un destino, por estos conceptos desarrolló su podredumbre máxima: las metrópolis, la civilización. Los hombres del progreso son maquinaria intercambiable de la industria, los deseos que promueven regulan las fatalidades del poder y su ejecución. Muestra del mundo burocrático, en el que sin embargo nos aferramos a prevalecer, y ejemplo de una de sus artimañas para reducirnos, incluso antes del nacimiento de nuevas generaciones, es la obra literaria de William S. Burroughs, no se espere encontrar en sus párrafos una pizca de ingenuidad, un indicio de subordinación, pues sus libros operan en el gran sistema como la punta de una lanza que se encaja en el cuerpo acecino de la existencia que hemos heredado, tan insulsas, tan repulsiva.
William S. Burroghs murió en 1997, después de mantenerse alejado de Estados Unidos a raíz de haber asesinado a su esposa accidentalmente mientras jugaban a Guillermo Tell y él falló el tiro dejándole a Joan Vollmer una bala clavada entre ceja y ceja. Vivió en París, México y Tanger, la ciudad marroqui que tomó como prototipo de Interzone.
Era aficionado a las armas, incluso ostentaba una colección numerosa. Su hijo murió en los noventa de un pasón, filmó junto a Brion Gysin algunos cortometrajes basados en el cut-up. En ellos aparecen escenas grabadas en Paris de él y Gysin mientras caminan, pintan, conversan, en una repetición exasperante repleta de sonidos y palabras. Directores de cine como David Cronemberg y Gus Van Sant han utilizado sus novelas como argumentos de película, incluso él mismo aparece en varios films de los años setenta, ochenta y noventa.
Habremos de apagar la bacha, quedémonos a oscuras en la casa de los Jhonson y los mierdas, pero cuidado con las ganas de ponerse un arregle, porque: “La indiferencia no es ninguna alternativa, sólo la franca insistencia en que el uso de las drogas no será tolerado”.

Óscar Édgar López.






BIBLIOGRÁFIA
BURROUGHS, William, El almuerzo desnudo, España, Anagrama, 1997.
BURROUGHS, William, Yonqui, España, Anagrama, 1997.
BURROUGHS, William, MOTTRAND, Eric, Snack, España, Pre.textos, 1978.
BURROUGHS, William, Di no a la histeria de las drogas, en: revista Dosfilos, Zacatecas, México, Mayo-junio 1990, traducción de Pedro Moreno Salzar.
CIORAN, Emil, La caida en el tiempo, España, Tusquets, 1997.
RAMONET, Ignacio, La golosina virtual, España, Debate, 2001.
RIUS, Marihuana, cocaína y otros viajes, México, Grijalbo, 1998.
VARGAS, Hugo, Placeres y prohibiciones, www. Letraslibres.com, recuperado domingo 27 de Septiembre 2009.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Y A POCO NO?


MALDITO ALCOHOL

VENENO QUE EMBRUTECE

ME QUEMAS LA GARGANTA

Y LUEGO ME ENLOQUECES.


MALDITO ALCOHOL

MIL VECES TE MALDIGO

TU ERES EL CAUSANTE

QUE ESTE HECHO UN MENDIGO.


QUISIERA YO PODER PODER

OLVIDARME DEL PASADO

CURARME LAS HERIDAS

QUE EL AMOR ME HA CAUSADO

ALEJARME DE ESTE MUNDO

DE PERVESOS DE MALVADOS.


MALDITO ALCOHOL

AMIGO Y CONFIDENTE

TU AHOGAS MI DOLOR

CUANDO MIS PENAS CRECEN.


QUISIERA YO PODER PODER...


JULIO JARAMILLO

martes, 15 de septiembre de 2009

satanás



SATANÁS



I
Al parecer lo que era luz
fue amplio resplandor de las cosas
que brillaron sin la oscuridad
del objeto mundano.

El envase de cerveza,
incluso su majestad la nube:
quebradizos esqueletos
del primer alumbramiento.

Pero como todo eso te será obvio,
te contaré de qué manera
conversan los peces:

hacen así y asá con una aleta
y asá y así con la otra,
como tú das vueltas en tu pecera de concreto.

Era una mascara el mediodía,
un holgado faldón para soterrar la tarde
en el ardor de un secreto por mí revelado,
por mí acontecido fue que lo vi de visto,
al Cristo apaleado fumar mi cigarro,
probarse mi sombrero,
escribirte la carta de este martes enlutado.

Te habló de la cajita socrática para el daimon,
copió un pétalo de flor y canto
donde bailó con su bondad ahogada.

Lo que ves arrugado,
removidas las letras por el borrador,
era una nota simple donde había escrito:

Querido Judas,
el ojo del universo no es infinito, pero sí la mirada,
tan eterno es el esplendor de lo visto
que garabateo sin descanso su nombre
aunque sobre el alma pesa el nombre mío,

es una Eva que todavía no sueña con el sapo,
pero no puede ser una bruja, sin la dulzura disidente,
es una chava loca que agarra la onda,
pero no puede ser la cariátide de ningún templo, con la cabeza tan erguida,
es una rubia bendita entre las rubias,
pero no es bálsamo para mordida de dragón,
por la amargura en que se hunde.

A esta mujer la componen cuatro triángulos
con nueve lunas gitanas
cosidas en una falda de mirtos,

el sol pasó su esmeril de orfebre
por la dermis para que radiara como él
y como él por la noche siguiera caliente,
en la medida de todo lo cálido.
Prometo encadenar el porvenir de mis visiones,
el ojo arrojará el trofeo,
seré de la tierra como es ella,
seré dentro de ella y fuera,
seré las cosas y lo que habla en las cosas,
tiempo sin calendario, estaciones sin nombre,
seré el estallido, la ráfaga de balas.

A nadie contaré lo que he visto.

II
Cualquier prado no es hogar para mi carne,
no preciso narcisos pero sí un amplio jardín
donde salir las mañanas
a orar el credo para las aves que persisten,

a plugar por mi desgracia encadenada
bajo todos los suelos del universo,
condenado como he vivido
mi revuelta no es ya la confusión,

aunque ahora comprendo al
vidente rubio que dictó
a su hija mi epopeya,
no persigo absolución para mi castigo,
el crimen llegó cuando me acusaron,
no es verdad que soy un renegado,
quería tan sólo algunos hilos
con los que juegas a bailar a esos tipos,
yo tampoco comprendo su pleitesía que los castiga,
escupo larvas cuando escuchó sus lamentos,
han llamado a las puertas de mi casa
para brotar de su vicio mi tormento,

no persigo más a la liebre del paraíso,
el tiempo vedó mi estirpe,
ahora soy de carne, de mármol,
de aluminio, de fibra, de pluma,

yo, al contrario de ti, nunca quise estar en todas partes.
III
En los días del diluvio
el barullo fue gotera,
fue relámpago, correr de agua fue,
apareció sin que mi escena diera fin,
en pleno escenario interrumpió mi pathos,
en pleno brote del zacate sacó las tijeras.
Me salvó de sujetar el cuello a la correa,
pero me quitó sus nalgas tan bonitas, tan redondas,
por usted no iré más a las fiestas de la familia,
ni estaré nervioso si el padre se emborracha y grita,
pero no tendrán barullo de hadas dulces mis tímpanos,
si el verbo deja de ser traicionero
y sede algo de su gloria a la ignorancia
de mis días precedentes,
daré amor empaquetado
en lustroso revoltijo de temores y papeles,
por supuesto:
se trató de amar a una mujer oscura, pero inocente.

IV
Confiscada la piratería
que ironía que ironía
saldrán a vender más los viejos
parroquianos de la copia maestra,

encontrados la divina mendicidad
y el pulcro derroche
armaran revuelo los duques,
los condenados y los presos,

ya el cuerpo reciente las espinas de la cama,
es hora de saludar a la mañana hedionda,
el día hediondo, el autobús hediondo.

Sonríale si quiere a las margaritas
rotas que lo asaltan en los semáforos,
esos fantasmas de hule que no soñaron
Sor Juana ni Byron.

Pero que en su viaje al leteo,
Lucifer sí conoció encaramadas en su lecho
de rosas negras y aromáticos servicios
de té japonés.


Porque estoy convencido de que es el más dulce de los ángeles,
le ofrezco el latido de la fría tarde y el zumbido rapaz
de la autopista y la desgracia
de las nubes apelmazadas.


Para que nos procure el olvido feroz
con que castigan los reyes a los súbditos,
con que aceptó Moctezuma la sumisión de los antiguos,
con la que me siento en la fuente a esperar
a que llegue de no sé donde y a no sé qué,
pero ebria y diciendo en mi oreja:
me quiero picar la vena,

cuando sienta la punta dentro del musculo
bendeciré la maravillosa oportunidad de aniquilarme
y nadie estará ahí para pergeñar las gracias de la tierra,
sólo laudes y guitarras eléctricas chillarán
en la mecánica noche del bien morir,

estoy listo, venga la estocada épica
del aguijón, venga el derrotero continuo
de mis esfuerzos, venga el amigo fracaso
a dormirme entre sus brazos.
V
Qué es la raíz de la flor
sino una condena que aferra
la dulzura del color a la tierra,

y qué el amor sino otra
cara de el hambre de los cuerpos,
y qué el hambre de los cuerpos:
nostalgia de lo que no se dio,
cosquillas arrepentidas todo el día.

Elijo tu providencia de pantalla,
porque es adorable
como una nube que
dispersa el humus en los parques,

nuestra conversación de confesionario,
nuestros secretos palpitados,
puestos ahí, a la usura de los incrédulos.

Si observaras la flor de la embriagues
que me hace pensar en Kleist,
te escribiría como él cartas largas a Enriqueta,
quizá podría hacerte soñar
mañanas mandarinas
con la complicidad de la bala que se entierra.
VI
Contempla los arbustos enraizar
ansia oscura,
haz como las hormigas:
guarda en lo ajeno.


Tibio licor en el saco,
un trago rápido para adormecer,
uno largo para despistar.

Por el oriente
hacia la punta de tus pies
no hay sol que apueste
en el mismo juego de obscurecer.

Es el tedio la mano tendida del engaño,
usted y yo la palma que busca estrecharse,
usted manía de escarabajos,
yo líquenes de no ver,
espejuelos simétricos,
usted la calma,
yo el ansia domesticada,
usted usted usted
y yo.
VII
Un ave murió en el patio,
cambié el frio lecho de su finitud
por la tersura del cartón
de una caja de zapatos.

La caja trinaba,
me acerqué para desmentir el milagro
y calló por fuerza del canto
de diez aves la tapa.

Vibró en mí lo que es y no cascara
de odio que odiaba al esperpento,
los pájaros alzar las alas no podían
cantaban, cantaban, cantaban.

De madrugada era cuando abrí
el nido no formado,
volaron cenizas por la ventana.

Vienen las aves las tardes todas aquí,
vienen volando en la negritud
¿traerán mis ojos
que se llevaron de aquí?
VIII
Ciempies azul
camina la mitad del sí
la mitad del no
fabulosa estrella
centrifuga su risa
en el pavimento
será verdad
lo que sueñan
los hombres
atrapar moscas
ya es la guerra
y reír ancho
ampliar cínico el desquicio
decir te amo
vacuidad de palo
para vientos huecos.

IX
Para descorazonar una manzana
hay que purificar la cuchilla
que penetra al fruto
de la conciencia y de el culo.

Cuchilla enhiesta
en la izquierda profana,
la pulpa revelada,
centro de una vagina amplia,
ejemplifica.

Corta la mano filosa,
imaginó como de costumbre
la Avenida Juárez de todo el país
chillar el alarido herido
de la orfandad sacra en el hurto.
X
¿Por qué no te corto como a la manzana
el corazón con mi mohoso cuchillo
cubierto de espinas que curan?

¿Por qué cifro la sintaxis en
versos que nacen del deseo
y no de la conciencia?

¿Y el escondrijo de la rata esta,
acechar por oficio el recuerdo
de tus, simplemente, dulces gestos?

domingo, 16 de agosto de 2009

ESE CHICO CHE SABÍA DE LO BUENO




Pues dandome un rol en esta telaraña-internet, encontré una sabrosa cumbia del que ya era mi cumbiero favorito CHICO CHE; su ritmo es contagioso, su letra ingeniosa y precisa, sus chistes mamonsísimos, su vestuario curioso, este si es el pinche rey de la cumbia y pa' acabar le compuso una rola a mi unico amor Mary jane.


aqui tienen la letra de "La mata de mota" y si pueden metanse a la página a escucuchar este cumbión en honor a todos los adoradores de santa juanita.

LA MATA DE MOTA


EN UNA MATA DE MOTA
MI HAMACA YO LA COLGUE
Y COMO ESTABA GRANDOTA
A SU RAMA YO ME TREPÉ.


EMEPECE A CORTAR SUS HOJAS
UN CARRUJO YO FORJÉ
CUANDO LLEGO LA TIRA
JUNTO CON ELLOS ME LA TRONÉ.


¡PERO HAY QUE RICA SÍ QUE ESTA LA MOTA!
YO NO LE HAGO NO A OTRA COSA
YO LA FUMO SÍ CON MI NEGRA
PERO QUE RICA SI QUE ESTA LA YERBA.


EMEPECE A CORTAR SUS HOJAS
UN CARRUJO YO FORJÉ
CUANDO LLEGO LA FLOTA
JUNTO CON ELLOS ME LA TRONÉ.


PERO AY QUE RICA SI
YO NO LE HAGO NO
A OTRA COSA
YO LA FUMO SI
CON MI NEGRA


PERO HAY QUE CHIDA SI
QUE CHIDA ESTA LA YERBA.

sábado, 1 de agosto de 2009

OTRO CUENTO

SOLUCIÓN SENSILLA A UN PROBLEMA COMPLICADO
Habíamos llevado hasta la orilla del mar un par de sillas, veíamos a las olas estrellarse, luego a la espuma retornar al océano. Sentía que los cangrejos, los mosquitos, todas las otras criaturas hacían lo mismo, que se detenían en un punto apacible y contemplaban al jefe mar rugir poderoso, imponiendo su presencia como un viejo que detesta las visitas.
Marcela me había invitado a pesar de que le confesé que no me gustaba viajar, a pesar incluso de que no tenía un peso en la bolsa, me rogó para que la acompañara. Pensé que estaría bien si salía un momento de mi casa, que podría pasar una semana muy cómoda en el mar, con todos los caprichos pagados.
Fuimos a la playa con Antulio y Mersilda, una pareja de maestros universitarios que eran amantes y no podían frecuentarse con libertad en la ciudad; Clara, hermana del maestro, Miriam una niña de siete años, sobrina de Marsela, ella y yo.
Por suerte Mersilda había pedido prestada una camioneta a su padre, no tuvimos que lidiar con los transportes públicos, pero sí con el endemoniado compac de los veinte éxitos de Barney que la ridícula sobrina adoraba; alcancé a contar cinco re inicios, más seis del track quince que la chiquilla cantaba con especial tono de rata atrapada.
Marsela iba a mi lado, la estimaba, pasaba buenos ratos de risa, me excitaban mucho sus senos enormes, en realidad enormes, me regalaba cerveza de su bar, me compraba coca los sábados, aunque ella no inhalara, sólo para que mantuviera firme el palo. Ponía la mano sobre mis huevos, los acariciaba cuando se hacia la dormida, con la cabeza apoyada en mi hombro, se creía que aquello me gustaba, hacerme sentir como el muñeco en el pastel de la boda.
Clara se había sentado a un lado de Marsela, con ella terminé de convencerme de viajar, la conocí mientras subía el equipaje a la camioneta e intentaba contestar las miles de preguntas que me hacia Miriam; llegó con su hermano, era bonita como un adagio de Shubert y como todo lo que es contrario a la feo. Mientras las ruedas nos conducían fuera de la ciudad me gustó verla recargada en la ventanilla, reír con la plática de su hermano, dejándome ver la hermosa sonrisa que coronaban la blancura de su piel y los grandes y brillantes ojos claros con los que iluminó la impaciencia que me producía Marsela, todo el tiempo besando mis mejilas, el cuello, las orejas.
La primera noche en la playa, cuando terminamos de cenar y habíamos bebido unos tequilas, Mersilda y Antulio se perdieron en el prolongado litoral, Clara se había sentado a un lado de la modesta fogata que hicimos para cocinar, veía las llamas crecer alimentadas por los vientos de la próxima tormenta, semejaba tanto a una estatua del Quatrocento. Marsela y yo estábamos frente al mar sentados en las sillas que el dueño de una ostionería nos rentó por cincuenta pesos. La luna era norme y resaltaba la silueta espesa de la selva. Estaba aburrido de la plática de Marsela, de su aparente estilo desenfadado de vivir, un estilo en el que imperaba hacer notar a los demás que vivían mal, que lo correcto era fingir respeto por la vida, este respeto consistía en exagerar el hipócrita miedo a la destrucción del mundo. Ella todo el tiempo pregonaba el derecho de los animales y las plantas, pero no entendía la mínima diferencia entre arbusto y matorral.
Fingí que tenía sueño y que no podía seguir contemplando la noche. Dentro de la casa de campaña acomodé unas cobijas para acostarme, ya debajo de ellas sentí a Marsela que abría la puerta, se desnudaba y comenzaba a tocarme, ella había creído que la estaría esperando, pero sólo quería descansar de su palabrería, de su “buena vibra”.
Me hice el dormido, se vistió y fue a la otra casa de campaña con la sobrina. Cuando noté que todos se habían acostado la imaginación me hizo prever que si me arriesgaba tendría suerte con Clara, había notado que me veía cuando Marsela me tenía atrapado en su melcocha, su mirada era compasiva, yo leí en ella: ven conmigo.
Abrí el cierre de la casa donde ella dormía y la encontré despierta, me dijo hola, acostada con la mano izquierda sosteniendo su cabeza. Me acerqué a sus labios, le besé el cuello, ya estaba en sus pezones cuando me apartó para pedirme que saliéramos a caminar, a conocer el pueblo, agregó ya dando los primeros pasos.
Apenas habíamos avanzado unos metros escuchamos que nos llamaban, era Miriam, venía corriendo, le pidió a Clara que la lleváramos, ya se habían entendido en el viaje, aceptó contenta y no pude negarme.
Caminamos casi un kilometro hasta el pueblo, hacía calor, sólo había algunos niños y ancianos en las entradas de sus casas, acostados en hamacas, fumando o bebiendo licor. Uno de ellos, que ya se veía muy viejo, nos pidió que nos acercáramos a donde la parca luz de una vela alumbraba de manera muy escueta la habitación de carrizos y palmas.
El viejo nos saludó con mucha cortesía, se puso de pie para darnos la mano y nos invitó a sentarnos con él. Miriam quería que siguiéramos el paseo pero yo y Clara necesitábamos beber el ron que nos había servido.
El anciano dijo que se llamaba José, estaba tan borracho que batallaba mucho para armar una frase, no podía tenerse en pie, canturreaba cumbias y hablaba con su perro, una criatura enorme, como un san Bernardo pero de pelaje liso y negro. La bestia esperaba aburrida a que el amo se metiera a la cama, soportaba sus arrumacos con la jetas colgadas en evidente gesto de enfado.
Miriam se levantó para acariciar al perro, el animal luego de gruñir y ladrar se abalanzó a ella, le clavó los dientes en el cuello y la zarandeó como si fuera un jergón de la cocina. El viejo intentó desprenderla de las fauces de su monstruo pero estaba aferrado a darle la muerte.
Miriam resistió el ataque, el perro la soltó cuando lo golpeé con un remo de lancha que estaba por ahí. Le clavó los colmillos en el rostro, la sangre que le salía con borbotones tiñó el piso de concreto blanco del anciano. La niña se había desmayado por el dolor o había muerto por toda la sangre que perdió, no lo sé.
Clara la estrechó contra su pecho mientras corría a la clínica de la comunidad, una casa de piedra con una camilla, una doctora vieja que no quería abrir y algunas medicinas. Está muerta, nos dijo al más puro estilo medico sin compasión y nos la entregó envuelta en una sábana, limpias las heridas.
El viejo no fue con nosotros ni quisimos reclamarle, en realidad él no era culpable y nosotros teníamos el lió gigantesco de contárselo a Marsela como para exigir algo imposible. La doctora se ofreció llevarnos al campamento. Le habíamos mentido, ella creía que clara y yo éramos los padres de la nena, la sensibilidad anestesiada del quirófano se le aflojó un poco y una vez que le pedimos que nos bajara nos regaló quinientos pesos, para que la entierren como es debido, agregó antes de pisar el acelerador.
Marsela ya estaba histérica porque no encontraba a Miriam, los profesores también dejaron el lecho amatorio para buscarnos y no habían regresado. Le dije a Clara que no podíamos contarle la verdad, que nos culparía por no avisarle que llevaríamos a la niña, quizá cuando los padres se enteraran nos meterían a todos a la cárcel. pero ya todo el pueblo estaría con el chisme del ataque del perro de don José y sí Marsela cruzaba palabra con algún lugareño lo descubriría todo.
La veíamos a pocos metros ir de un lugar a otro llorando, detrás de unas palmeras decidimos inventar una historia menos cruel en apariencia, pero que escondería su verdad repugnante bajo el sabor de un delicioso platillo costero.
Escondimos el cuerpo entre la maleza, lo cubrimos con hojas de plátano. El taxista que nos regresó al pueblo nos dijo que tuviéramos cuidado porque a esas horas algunos animales bajan a la carretera. Con los quinientos pesos compré un cuchillo de carnicero, un cazo grande e ingredientes para una paella de diez porciones, además el viaje de vuelta a la playa, cerca de la hierba donde habíamos dejado el cadáver.
Lo descuartizamos, lo deshuesamos y preparamos un platillo suculento, parecido a la paella pero con muchísima carne, parecía más una porción de birria de pozo. Los sobrantes los enterramos en una fosa profunda que cavamos entre los dos ayudados de palos y rocas, ahí mismo pusimos la ceniza de la fogata con que cocinamos y la ropa de la niña y su cabeza que no quisimos abrir.
Con el tazón entre las manos saludamos a Marcela, yo no podía controlar los nervios, la voz se me quebró un poco cuando le dije que habíamos ido al pueblo a comprar aquella ración de birria costera. Marcela nos dijo que Miriam había desaparecido, fingimos alarma y nos pusimos a buscarla como si en verdad ignoráramos donde estaba.
Dejámos pasar un par de horas, los profesores volvieron, venían del pueblo y cuando lo mencionaron sentí un escalofrío repulsivo, pero nadie les había contado del perro ni de la doctora, parecía que no estábamos en una tierra de soplones. Clara se acercó a nosotros cuando discutíamos si avisarle a los marinos del faro o a la policía del pueblo; allá me encontré su ropa en una piedra, nos dijo a todos en una actuación fabulosa, con lágrimas de verdad, que le brotaban de veras por la muerte de la niña y por las mentiras que la habían envuelto.
Sobre la piedra estaba la blusa y la falda, Marcela calló en la trampa y cuando llegó la policía, porque había decidido hablarles, les contó que la niña se había salido de la casa en la noche para jugar en el mar y que seguramente se había ahogado. Es frecuente que esto pase dijeron los oficiales cuando se marchaban. El equipo de buceo no encontró el cadáver y en tres horas cesó la búsqueda.
Marcela no habló con nadie, sólo lloraba. Al amanecer, cuando todos nos habíamos levantado y preparábamos las cosas para irnos, le dije a Clara que hiciéramos fuego para calentar el estofado, ella me miró con asco, pendejo, me dijo casi en silencio.
Le pedí a Antulio que me ayudara, le dimos fuego al banquete y entre los dos casi terminamos con el guiso. Los primeros bocados me dieron asco, después decidí creerme que aquello era carne de cerdo, pues sabía muy parecido. Antulio incluso insistía en que le dijera en qué restaurante lo habíamos comprado, como si pudiera volver algún día por más. Ni Clara, ni Mersilda ni Marcela quisieron de la fabulosa comida, así que preparé unos emparedados con los sobrantes para el camino.
La carretera fue un doloroso viaje al hastío, Marcela no paró el llanto, pretendía que aliviara un poco su dolor pero yo había tenido suficiente dolor también, a mi tampoco me había gustado descubrir mi frialdad y mi desinterés por la vida ajena, aunque toda existencia es ajena si lo consideramos unos minutos.
Meses después supe que Marcela había roto toda relación con sus parientes y que se había quedado algo loca, que andaba por las calles preguntando por la sobrina, como si fuese una de esas niñas secuestradas, de esto me mantenía al tanto Antulio con el que había hecho buena amistad desde el viaje y al que me interesaba tener cerca por su hermana, porque a pesar del asco que fingía tenerme también rebanó y deshueso a la chiquilla, había decidido también ir conmigo al pueblo.
Antulio me contó que Clara había guardado el disco de Barney y que lo escuchaba casi todas las noches, antes de dormir.

domingo, 19 de julio de 2009

UN POEMA SONETIADO QUE NO EN SONETO

XLIV

En la urna escupo un voto
o rallo cuervos sobre la boleta,
hará falta el bastón y la maleta,
y hasta nunca, porque estoy roto.
Mejor mirar sonrisas en la foto,
escuálida, sin rigor la paleta,
hacía falta el idiota de coleta,
jinete áspero, rey de la moto.
Entonces ni gobiernos ni recuerdos,
guardemos la vida en un cajón
alejada de los negros enredos.
Porque la jugada es parecer enfermos
nadie dice yo derrumbo el nubarrón,
nadie firma recibido por los ruegos.
En la estación más parca del alma
por sordera juzgada la justicia
desprendido brote de toda calma
su gesto alargado es pericia.
Se nota el apetito por la fama,
la tarántula teje con malicia
su más mortal pero sedosa cama,
que del sueño la muerte es delicia.
Permite a mis dientes morderte los
senos, morder además el miedo,
porque engaño son gobierno y celos.

sábado, 11 de julio de 2009

UNA HISTORIA

NO TODOS LOS ACCIDENTES TRAEN LA MUERTE
Elena iba sentada a la derecha e intentaba cambiar de estación en la radio. Aunque el automóvil dejaba demasiado rápido el paisaje como para notar que estaban en un lugar lejos de casa, sentía que la equivocación más terrible de su vida había iniciado al aceptar pasar unos días con él en ese bosque.
Estaba consiente de que los años agotan el alma, hay un momento en que se considera que la vida tiene sentido sólo si la frustración es mínima y se concentran esfuerzos para poner una prueba pequeña cada día y uno rodea el obstáculo en lugar de intentar derribarlo, entonces se está viejo o peor: acabado.
El profesor no estaba acabado ni era un anciano, pero su vida había dado tan pocas vueltas que desconocía la profundidad de los términos emoción y aventura, en cambio había penetrado profundamente en los de trabajo y rectitud. En ese afán por ser correcto había equivocado la flecha. En efecto era un hombre decente, que tenía un empleo bien remunerado, que estaba al corriente con la secretaría de hacienda, puntual, lector sólo de los clásicos latinos, soltero pero fiel a su pareja, católico por tradición familiar, como la mayoría de los católicos; se abstenía de votar, odiaba el futbol, era estricto como profesor y como amante, pero le gustaba la bebida más que las piernas de Elena y el ritmo vertiginoso de Virgilio.
Había comenzado a beber entrado en la madurez, rozando los cuarenta probó su primer tequila con limón, la garganta le ardió durante toda la semana, con la cruda brutal no encontró otro remedio que seguir tomando, sin parar, ya no permitía que se le bajara la peda, lo hacía en todo momento, incluso mientras escribía en la pizarra, se las arreglaba para introducir entre su ropa una botellita de licor de la que salía una tripa, la sujetaba al botón del cuello de la camisa y cuando había oportunidad sacaba la tripa y chupaba un trago largo de mezcal o ron de caña.
El aliento y la palabrería de un borrachín de esquina le hicieron mala reputación, su estatus como profesor comenzaba a deteriorarse, pero el director de la preparatoria había conseguido su voto favoritario, sin él no habría escalado jamás de secretario a director, él tenía de su parte al sindicato de maestros, no podía correrlo, pero sí podía encargarle que asistiera a los cursos de ética para profesores, que la universidad de la capital impartía cada año, ese tocó en una pequeña ciudad del norte, conocida por una agradable zona boscosa, donde todavía se podía encontrar algo de eso que la gente enferma de nostalgia nombra: tranquilidad de un pueblo.
El profesor tomó bien la noticia cuando el director lo llamó a la oficina para comunicársela, al salir fue con la clase para despistar un poco. Les platicó una de esas historias sobre la revolución que fueron inventadas después para ganar simpatía en las elecciones; los muchachos no le tenían aprecio por ser un amargado que no les permitía voltear a ver el cielo mientras él hablaba, ni los dejaba reír de una simpleza, enemigo de la minifalda y las cadenas y las perforaciones y los tatuajes.
Al atardecer mientras disfrutaba de un filete empanizado que su madre recién le había puesto en el plato, contestó el teléfono para hablar con Elena, ella quería pedirle un consejo sobre regalar a su primo La Eneida o el viejo libro de poemas de Petrarca. El profesor le pidió que se encontraran en la noche, que la quería invitar a un viaje.
Con Petrarca corre el riesgo de creer que una mujer es la pura perfección y con la Eneida encontrara que la perfección es un defecto horrible para un ser humano común que no tiene porque aspirar a ella, porque debe ser feliz con las cosas del mundo y estas son impredecibles, decía mientras su dedo atravesaba cariñosamente los mechones de cabello que Elena siempre llevaba a un lado y otro de la cabeza. Le propuso que viajara con él, que sólo pondría su nombre en las listas del curso pero no entraría a ninguna sesión, tendremos cinco días pagados en ese bonito bosque, imagínanos recogiendo piñas, montados en un hermoso caballo negro que al trote nos conducirá por las veredas de ese lugar misterioso. Elena se abrochó el sostén, viajaría con él sí prometía no beber en el camino, le asustaba que no tuviera los cinco sentidos sobre la carretera, no quería terminar despedazada en un barranco a los veinte años. Entonces la Eneida, le dijo cuando él aceptó no alcoholizarse hasta que llegaran.
Apenas dejaron atrás la ciudad se detuvieron en una gasolinera para llenar el tanque. El profesor entró al sanitario, tardó más de diez minutos en aparecer de nuevo, desde entonces Elena sintió el presentimiento de que no había hecho bien en aceptar el viaje, cuándo dio el portazo su aliento lo delató, se había bebido un cuarto de brandy encerrado en el baño, sentado en una taza con los pantalones abajo.
Ella no aguantó más y expresó su enfado, le dijo que quería regresar, que no estaba cómoda, que la podría reconocer algún pariente y le llamaría a su padre para preguntar si estaba bien pues la había visto con un viejito. El profesor no toleraba que se burlara de su edad, cuando eso sucedía significaba que una pelea extrema tendría lugar ahí mismo. Pero las peleas pocas veces los encaminaban a una solución, terminaban olvidando todo hasta que volvía a pasar.
Aquella pelea había sido fuerte y aún no surtía efecto la reconciliación. Él comía un bistec a la ranchera mientras ella digería la orden de enchiladas que había ordenado. Esa fonda de carretera era bonita, pintada de amarillo chillón, adornadas las mesas con manteles azules, un aroma a guisados caseros que la hacían recordar la casa de su abuela en el desierto. Antes de salir el profesor se metió al baño y abrió una nueva botellita de brandy, cuando salió ella ya se había subido a la camioneta
¡Que pendejo, saca de una vez todas tus botellitas y tómataleas aquí, que tampoco soy tu mamá! El profesor, como un niño que ha sido desenmascarado de alguna fechoría, desembolsó de su chaleco de fotógrafo tres cuartos más de su licor favorito, le dio un sorbo a una botella y comenzó a manejar.
A Elena se le había bajado el mal humor, sonreía a las imprudencias de su amante embriagado que le contaba anécdotas estúpidas de cuando trabajó en un programa de televisión donde personas deformes se presentaban haciendo un show de circo. No les faltaba mucho para llegar, se notaban ya los pinos y los robles, la neblina y la humedad de la región. A ella le llegaron las ganas de orinar todo el té verde que se había bebido y le pidió al profesor que se detuviera en un puesto de fresas a un lado de la carretera.
La mujer que atendía el puesto era amable y le indicó donde podía desechar el liquido. Él se quedó en la camioneta, subió el volumen a la canción que sonaba. Unas niñas jugaban a pocos centímetros del camino, eran tres, una repartía la comida en trastecitos de plástico, otra se daba un banquete llevando frijoles fantasma con su mano a la boca, la tercera parecía disgustada con el juego, quería corretear con la pelota, ella iba de un lugar a otro y cuando notó que la camioneta estaba abierta y adentro había un hombre bebiendo de una botella, se acercó para averiguar que más había ahí. El profesor cerró la puerta, le disgustaban los niños pequeños, también los grandes. Elena apareció cargada de mangos y fresas, están muy baratos, le decía al amargado mientras ponía las nalgas sobre el asiento.
En realidad la niña sólo intentaba sacar la pelota que se había metido debajo de la camioneta, estaba frente a la defensa cuando arrancó, apenas había rugido el motor, las llantas delanteras le apachurraron el cerebro a la hasta tronarlo como a una nuez. La mujer del puesto aventó los frutos que estaba acomodando, la expresión en su cara le había estallado los gestos de horror, gritaba, maldecía, su llanto era más estruendoso que los relámpagos que comenzaban a escucharse. Elena también gritaba, se había puesto a llorar, en un ataque desenfrenado arañó con profundidad el rostro del profesor, que no se detuvo, al contrario, dio más velocidad a su poderosa máquina.
El trayecto mínimo de dos kilómetros fue un interminable infierno de reproches e insultos, él estaba tan asustado que se detuvo y vomitó hasta caer exhausto sobre la hierba, el sonido de la cabeza que se partía bajo la llanta re repetía incontables veces en su cabeza, todo el cuerpo le temblaba, no quería ni le era posible levantarse. Elena permanecía en la camioneta, también llorando, pero sabía que habían escapado, el miedo la hizo bajar por el profesor, meterlo y arrancar con rumbo a la siguiente gasolinera, donde intentarían conseguir un aventón de regreso a la ciudad para esconderse y esperar o la cárcel o el olvido, aunque bien sabían los dos que nunca olvidarían la escena, los gritos, la sangre en la salpicadera.
No habían avanzado ni un kilometro cuando aparecieron las patrullas, los detuvieron en un operativo que rayaba en lo exagerado, ocho patrullas con diez policías cada una, una ambulancia, dos patrullerros de caminos, tres agentes del ministerio público, un perito y dos militares. Al profesor le echaron cinco años por homicidio imprudencial más uno extra por beber mientras manejaba, a Elena sólo una multa administrativa para que aprendiera a no andar por ahí con viejos enfermos, le dijo la jueza mientras tomaba su declaración. Ella no paraba de llorar, pedía disculpas a todas las personas, incluso si no tenían nada que ver, hasta a una vendedora de comida rápida que entro a ofrecer sus platillos a la agencia del ministerio publico.
El profesor llamó a su ex suegro que era un abogado famoso, incluso había sido candidato alguna vez para presidente municipal, él hizo los trucos propios de un pillo político para sobornar a la jueza y liberó en menos de quince días a su ex yerno, pero con la condición de que le iría pagando cada mes y se dejaría de pelear la custodia de su nieta.
Desde que salió de prisión telefoneaba a Elena pero ella no quería saber nada de él y se escondía incluso cuando le montaba guardia afuera de su clase de francés, el viejo maestro se había empecinado más en la bebida, lo habían echado de la escuela, ya no vestía a lo catedrático francés ni hablaba de Ovidio y Petrarca. A Elena le dio lastima una noche que lo encontró espiándola detrás de un puesto de hamburguesas mientras ella se besaba con un muchacho en un carro.
A la mañana siguiente de que lo descubrió, decidió llamarlo porque, pensaba, él no tubo la culpa después de todo, la tubo la mamá que no cuido de la niña. El profesor le contestó con el habitual enfado, aunque se desmoronó después que supo quien le llamaba. Quedaron de encontrarse en un parque, él sonrió mientras colgaba, pero ella se mordió los labios en esa inconfundible expresión de ¿qué chingados estoy haciendo?
Él estaba sentado en una banca, borracho hasta la medula vociferando maldiciones a las aves que revoleteaban cerca, cuando lo encontró sólo le dio una sonrisa discreta y se sentó a su lado, parecían un abuelo y su nieta que discutían algún problema familiar. Pasaron diez minutos sin mencionar la tragedia, hasta que él le preguntó si aún tenía problemas para dormir, sí, le contestó, aún escuchó el último grito de la niña. Mira lo encontré en la parrilla de la defensa de la camioneta el día que salí de la cárcel, y en el centro de su mano abierta una cajita dorada, adentro un ojo pequeño que parecía una uva aplastada se hacía más negro y duro, como un fruto marchito.
Elena se levantó de la banca enfurecida, ¿qué esperaba mostrándole ese ojo? Se sintió desabrigada, con frío a pesar de ser un día templado. El profesor la alcanzó, le pedía que no se asustara, que ese ojo era un recordatorio muy importante de los extremos a los que solía llegar su estupidez, que lo conservaba para no olvidarse del pasado.
La convenció al fin tras quince minutos de insistencia, jaloneo y suplicas casi humillantes, pero ella aceptó porque en verdad le gustaba coger con el profesor, podía ignorar el asunto del ojo un par de horas, después lo borraría de su vida.
Le ofreció una cerveza, ella se acomodó en el sofá a esperar a que volviera de la cocina. Cuando volvió estaba desnudo ya, Elena, con poco entusiasmo y más bien desvistiéndose como para una revisión medica, se despojo de la falda y la blusa.
El profesor había explotó toda la necesidad y las ganas dentro del sexo de Elena, la había hecho llegar unas tres veces hasta que ella misma se apartó para ir por un vaso de cerveza. No dejó de resultarle extraño el buen trabajo que el maestro acaba de hacerle, porque si era verdad que su talento como amante era bien reconocido tampoco alcanzaba las mermeladas del éxtasis, a lo mucho las erecciones le duraban veinte minutos y no pasaba de las tres venidas.
Elena bebió de un trago el gran vaso de cerveza y volteó al sillón donde el profesor estaba acostado boca abajo, ¿qué tomaste está vez, algunas vitaminas?, le preguntó para curiosear el por qué de su potencia, hace un año que ya no las tomo, ya lo sabes. Se levantó y lanzó la frazada y un par de cojines, buscó debajo del sillón, pronto su cara brilló de felicidad, aquí está, esta es la grandiosa medicina, le dijo a Elena mientras alzaba hasta su vista un brazo de no más de treinta centímetros cuya manecita permanecía cerrada, lo encontré atascado debajo de la camioneta, subrayó en un tono jocoso. Elena salió corriendo del departamento, no había tomado la blusa, sólo la falda, con los brazos cruzados sobre el pecho y a toda marcha se perdió entre las calles del viejo fraccionamiento.

viernes, 3 de julio de 2009

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Nadie da por nada su corazón y no más me queda esta canción, una vez yo me sentí mandamás, sin tu amor el sésamo, se cerró. Y llorar, no más rodar y rodar, al final, la vida sigue sin ti, la muerte viene hacia mí. Nadie da por nada su corazón además nos queda alguna razón, ya no sé si voy o vengo qué va, dime tú por dónde piensas que estoy, pues tal vez no iré ni a mi funeral, has de ver, como me arrastro sin ti, como me quedo sin mí, nadie da. NADIE DA, MÁS QUE EL ADIOS DE SIEMPRE, NADIE DA, NI LO QUE SOBRA, MIRA NADIE DA: JAIME LÓPEZ

jueves, 2 de julio de 2009

OSTRO CUENTO OSTRO¡¡¡

UNA CATEDRÁTICA QUE MUERDE
Los cuatro semestres que fui su alumno me habían sido tormentosos e insoportables, sentía, ya entrada la madrugada, que estaba conduciendo por brechas equivocas mi vida, pues su recuerdo que me asfixiaba y sus acciones que me quitaban el sueño, no me hacían sentir en la existencia como alguien feliz.
Recién cumplí los cuarenta años me inscribí en la licenciatura en letras. Uno de mis nietos cursaba estudios ahí y había conseguido alentarme lo suficiente para sacar matricula. Yo no era un amante de los libros, aunque el ejercicio de la lectura siempre me ha sido agradable y útil, no tenía como principal ocupación hurgar entre páginas, ni escudriñar el significado del símbolo.
Los primeros días en el aula me parecieron interminables, aún peor porque los otros alumnos eran dos o tres veces menores que yo, e incluso al profesor le llevaba una década completa. Las compañeras lucían cada día un atuendo distinto, pero la ropa era lo menos interesante en ellas, sus cuerpos hermosos llenaban de alegría las tardes, incluso le comenté a mi hermana: esas niñas son tan bonitas que no podía creer que me dijeran Andrés, así como si nada. A ella le pareció que me entusiasmaba de más con aquellas putillas y tenía razón.
Antes de pisar el aula me imaginaba un ambiente restirado, de gente que toma el camino del otoño muy rápido, sin necesidad, sin la mesura ilusa de los años, sólo por que no soportan estar tan consientes de su pequeñez. Pero me encontré a un nutrido grupo de adolecentes que vivían las primeras ilusiones de la confusión y que disfrutaban sobretodo del mejor momento para hacer fiestas.
Algunos profesores también eran animosos, se unían a las cooperaciones y junto a todos alzaban su vaso de mezcal. Se forjaban quince o veinte churros de mota, algunas compañeras ya pedas se animaban a coger. Yo no tenía tanta suerte para que me tocará un acostón, sólo se reían de mí; consiguieron engañarme dos veces, la más buena de la fiesta se me encimaba, cuando intentaba tocarle el bollo, me lanzaba un vaso donde, previamente, habían apagado las ardientes bachas de los tabacos.
Las fiestas jamás eran programadas, de esa forma era imposible que se realizaran, las mejores ocurrían entre semana, cuando los chavos traían aún del dinero que sus padres les abonaban desde el rancho. A esto, como es de esperarse, le sucedían las crudas tremendas, amanecidos en cualquier rincón, tardábamos unos segundos en retomar la rueda, algunos recibían al sol bebiendo o inhalando coca.
Confieso que yo me retiraba temprano la mayoría de las veces y aún así no conseguía disipar el malestar a tiempo. Los maestros que no eran fiesteros no tardaron en mirarme con desdén, pues, a lo Sócrates, me acusaban de deslumbrar para confundir a los alumnos más jóvenes. Era mentira, aquellos muchachos me parecían completos bobos con un futuro insulso.
Pero ella no se conformó con chismorrear, ni con aconsejarle a los compañeros que no tuvieran más amistad conmigo de la necesaria. Fue más suspicaz pero más dañina, su ponzoña brotaba sobretodo a la hora de la clase. Desde que era estudiante de primaria me gustó sentarme en la orilla junto a la ventana, siempre me ha causado problema enfocar mi atención en una sola cosa. Ella tenía un método muy ramplón, se instalaba en el escritorio, encendía su computadora portátil y, más como una réferi que como una maestra, decía quien era el próximo en exponer el tema del día. Me costaba mucho trabajo permanecer quieto, pero tampoco me hallaba a gusto si le hacia plática a un compañero, me cansé pronto de mirar a las muchachas y hacer dibujos me entretenía, pero sólo unos minutos.
Pronto descubrí que lo mejor era salirme, me llevaba un poquito de hierba y me escondía para fumarla, lejos de los viciosos que hacían guardia en las canchas, a esos nadie los tomaba enserio porque se reventaban recio todos los días, en cambio yo prefería sólo atizar en la clase de la maestra perra, me subía a mi auto, prendía la radio y daba una vuelta por el campus, ya estimulado regresaba al salón para dar mi comentario los diez o quince minutos que restaban. Así funcionó bien las primeras semanas, después no me fumaba sólo un gallo, me hacia tres y bebía un par de cervezas, luego, la verdad no recuerdo bien como, empecé a trabar amistad con los vagos de la cancha.
Eran encajosos sin dinero, me pedían para todo, hasta querían que los llevara a la tienda, como su chofer-mecenas, un tiempo lo pasé bien entre ellos, me gustaba sentir que no tomaban a la ligera mis años, cuando les platicaba del antiguo mundo de la compra venta de marihuana en la ciudad se entusiasmaban, pero no con otro tipo de relatos, estaban obsesionados con el vicio y la parafernalia de los fumadores, algunos incluso habían sido expulsados de la universidad por negarse a disminuir su consumo en horas de escuela.
La maestra comenzó a fastidiarme al ver que entraba con los ojos rojos y la pupila dilatada, hacia cara de molestia, fruncía los labios y decía para la clase: se ve que ya se fue a dar sus vitaminas don Andrés, y los que estaban sentados se desternillaban de la risa, pues sabían que era verdad y disfrutaban de mis humillaciones públicas.
Preferí durante un par de tardes no aparecerme por la escuela, en especial los días en que la pinche maestra atendía a mi grupo; ella junto a mí es una niña idiota, pensaba cuando se acercaba la hora de entrar.
Me quedaba en casa repasando algunas lecciones, sobretodo de literatura europea del siglo XVIII, me interesaba Flaubert y eso que mi nieto me advirtió que a primera impresión me parecería abrumadoramente cursi. Pero no fue así, al contrario, lo encontré conmovedor y profundo. ¿ Cómo sabía tanto acerca de los seres humanos, cómo si sólo era un francés, es decir un simple ciudadano del mundo, podía hablar de forma tan general de los hombres?, quizá porque no era tan “simple” y había aprendido a observar el comportamiento de las personas al grado de encontrar los caracteres que las hacen similares.
Leía una edición de Madme Bovary, estaba justo en el capitulo donde Rodolphe ha perdido el interés por Emma y ella se desgañita implorándole la pasión que el esmirriado Charles no pudo darle; cuando alcé los ojos del libro y vi a la maestra perro delante de mi. Hizo trampa en el examen, me dijo en un tono de voz malicioso, lleno de rencor.
Esa fue la primera vez que me reprobó injustificadamente, pues yo no había copiado ni hecho ninguna trampa en el examen, ya cuando fui joven e hice la educación elemental había copiado mucho y había recibido muchos castigos, los cuales habían funcionado, desde los diecinueve años no hice más trampas en pruebas, ni siquiera cuando me detenían en la calle para hacerme un test de salud esos enfermeros charlatanes que le checan a uno la presión por un peso.
Estaba furioso y frustrado, esa niña pendeja quería que le diéramos nuestro respeto pero jugaba a ser la malvada maestra, sin ablandar en buen termino su pensamiento. No tenía en mi vida porque darle entrada, la misma tarde en que repasaba la novela del maestro francés me hice consiente a la fuerza de esta idea y decidí ya no pensar en el asunto, dejar el juego de la escuelita, concentrarme ante todo en que si había entrado lo hacía con el propósito que fijé mi primer día: ocupar el exceso de tiempo que le es tan común a muchos jubilados.
Un año se cumplió sin que volviera a pisar la escuela, la frustración que me había causado reprobar a una edad tan avanzada y los motivos estúpidos por los cuales había sucedido la desgracia, no me permitían caminar los pasillos ni acercarme a la puerta principal, una poderosa energía de odio y resentimiento me aprisionaban sin dejarme mover. Pero como los malos amores, se me olvidó rápido, poco a poco me fui acercando, de pronto una tarde ya había pasado todo el día ahí, tirado sobre el pasto hojeando un libro de Ezra Pound.
Mi hermana me pidió que no fumara marihuana en la sala porque a ella el aromático humo del cáñamo no le causaba ningún placer. Sólo podía fumar en las mañanas cuando ella salía a llevar a mi sobrino al jardín de niños y otro poco en la madrugada, pero eso sí conseguía quedarme alerta para asegurarme de que ellos no despertarían.
Con la prohibición en mi casa no me sentía cómodo, aunque podía fumar en la azotea, o pegado a la ventana de la calle, preferí salir todas las tardes a dar un paseo por la que acababa de ser mi escuela, me sentaba en los prados y fumaba despacio sin prisa. El viernes de esa semana fui a quemar un poco de hierba, camino a los jardines, por las aulas vacías, escuché los chillidos de unos cachorros.
El alboroto venía de un costado del edificio central, caminé deprisa, al borde de la pared encontré un trío de perritos recién nacidos que gimoteaban juntó a su madre. La maestra estaba tendida sobre la tierra, mantenía las piernas abiertas, el último cachorro luchaba por salir de la vagina estrecha, el lloriqueo se volvió callados suspiros. La catedrática tomó algunas de sus prendas, se vistió rápido sin dejar de caminar, aunque lo hacía lento, con pasos torpes; yo la perseguía con los cuatro cachorritos contra el pecho. Ella no volteaba, no se detenía, le dije que no dejara ahí a los niños, la tomé de un hombro, dio a su cuello un giró veloz para clavarme la dentadura en el brazo izquierdo, solté a las crías que cayeron dispersas a nuestro alrededor, la perra recuperó la fuerza suficiente para correr entre ladridos estruendosos que agitaban el reflejo de la luna en los vidrios de los edificios.
De los cuatro recién paridos sólo uno sobrevivió, era de un negro mate muy profundo con una de las patas traseras totalmente blanca, parecía que estaba desnudo y llevaba puesto un calcetín blanco. Me lo quedé aturdido por la impresión de lo que había observado, aunque el perro tenía el aspecto común a su especie, la imagen de su parto me incomodaba, le tenía miedo a la criatura, era un miedo que me estaba causando daño, pues le hacía tantos mimos y complacencias para “no despertar su maldad” que no había estado consiente el día que subordiné mi vida a sus caprichos, hasta el punto de pasarme los días enteros pendiente de su dormitar excesivo y su apetito sin medida.
Una tarde escuché que algo raspaba con la puerta, afuera de mi portón la maestra llamaba como hacen los animales domésticos, con las patas de arriba hacia abajo un par de veces. Aunque la odiaba, también le fingía respeto por temor a sus desconocidas facultades mutantes.
La mordida que me había proporcionado aquella noche no tenía la cicatriz formada, la carne se veía latente, pero no sentía dolor, ni molestia, al contrario, desde aquel suceso la depresión y el mal genio se mantenían menos vigentes en mi vida, las cosas parecían ser amables una vez más con el viejo y mostrarle un poco de dulzura, al fin.
Entre sollozos de perra me contó que un ex alumno la había maldecido con la condena de parir de perritos durante cinco años, éste ya es el cuarto, agregó un poco más ofuscada que al principio. No entiendo por qué no me quieren los alumnos, me repetía con insistencia, al que me embrujó lo reprobé cinco veces, pero es que olvidaba siempre ponerle el acento a Hernández en el nombre de Francisco Hernández, no podía pasar eso por alto. Sus argumentos estúpidos me sacudieron aún más, le ofrecí una cerveza pero tampoco la aceptó, sólo dijo antes de irse que tenía que matar al perro o me volvería pronto su esclavo. De su bolso sacó mil pesos que me entregó en un sobre en el que decía: como disculpa por la mordida.
Fornicio le puse de nombre al animal, me gustaba el sonido a gondolero veneciano; Até una correa de paseo a su cuello y me lo llevé a un burdel a gastar los mil pesos. El ambiente era bueno los jueves no muy tarde, me gustaban las mujeres de ahí porque no se cohibían cuando el intento de meter el dedo se presentaba, ni hacían escándalo por pedir una rebaja en la mamada de verga. Dejé a Fornicio amarrado a la mesa mientras una morena me complacía en el privado, era alta de nalgas grandes y cintura fuerte, de huesos macizos, le estaba chupando los pezones cuando escuché que Fornicio soltó chillidos adoloridos, me aparté de la mujer y fui hasta la mesa. Un mesero alto lo había cargado ya muerto después de que un tipo de sombrero vaquero le soltara cinco balas de su treinta y ocho especial sólo por darse ánimos en esa noche en que la coca estaba más rebajada que de costumbre.
La impresión sazonada con la impotencia subieron a mi corazón, caí despilfarrado al piso, no supe nada hasta que desperté en el hospital “Chispa de Cristo” la clínica donde mi hermana trabaja de enfermera. En tres días me recuperé totalmente, aunque mi estado emocional seguía apagado. Una mañana que desperté a medio día luego de soñar mucho tiempo con Fornicio, abrí los ojos y di tres aullidos que aturdieron al doctor que me cuidaba.
Hundido en la amargura no me había enterado que el periodo de inscripciones en la facultad había comenzado ya; quise retomar la carrera para mantener mi imaginación distraída, sin ocuparse únicamente de pistolas, cuerdas, asfixia con carbón.
El director me dijo que podía entrar pero que no tendría titulo si no aprobaba la materia de la maestra perra, es la única con la que se atrasó, añadió a su imbécil y por suerte breve discurso de rebienvenida. Creí que me sería fácil aprobar con la maestra por los antecedentes que entre ella y yo habían ocurrido, pero cuando me presenté en su clase el gesto con el que me recibió inmediatamente me hizo notar lo contrario; sus labios se habían colgado a la izquierda, los ojos desplegaban maldad brutal; le sonreí mientras ofrecía mi palma abierta al saludo, ella se me quedó mirando unos segundos y preguntó: ¿ya lo mataste?, me senté en una banca muy cerca de ella, hasta que terminó la clase le dije: no lo he matado, sigue en mi casa, se parece tanto a su madre.
Los efectos de la mordida no terminaron con insolentes aullidos ni depresión por la muerte de Fornicio. Una tarde antes de la clase de los martes, me había fumado un par de churros y esperaba a que el día se fuera lo más rápido posible para volver a la casa a echar una siesta; la maestra entró al salón acompañada del director, la secretaria del director y un aspirante a rector que tenía una cara grande que parecía una mascara.
El de la mascara comenzó su discurso, más becas, más escuelas en los municipios. La maestra estaba frente a mí, de pie, llevaba una falda pegada al cuerpo que dejaba ver unas formas que antes jamás le había notado, su cadera estaba bien delineada y su culo sobresalía delicioso, pero nada era tan hermoso como el aroma que despedía, un perfume acre de sexo limpio y sudor, aroma que me colocó al borde del deseo, tenía la verga parada, dura como una solera de metal; aunque mi conciencia intentaba detenerme no pude guardar las ganas de lanzarme, y me lancé sobre ella de un salto. No era más el viejo que jugaba a ser universitario, no más el mariguano que representaba para ella lo más odioso del mundo. La sujeté con mis brazos, una fuerza desconocida emanaba de mis músculos, la volteé de nalgas después de que le arrancara la ropa y la viole al puro estilo canino, con mordidas en el cuello, con ladridos feroces, con embestidas aceleradas. El director, el candidato y el resto de la clase intentaban separarme pero al menor acercamiento les asestaba una mordida rabiosa, hasta que unos malditos vinieron con un balde de agua hirviendo desde el comedor de estudiantes y lo vaciaron completo sobre mi cuerpo desnudo.
Sin tiempo para quejarme, salí del salón a toda prisa, cuando llevaba buen tramo volteé para observar como las patullas policiacas comenzaban mi casería. Pero me había puesto a correr como un perro callejero y malherido.
No me presenté más en la escuela.
Un día me llamó una compañera para preguntarme si iría a la graduación, le dije que no podía porque tendría a la maestra y a la policía detrás de mí apenas entrara al salón de ceremonias, pero ella me interrumpió, no debes preocuparte, a la maestra la encontraron muerta en su departamento, la atacaron los quince bull terrier que, dicen, tenía como mascotas. Entonces iré, le dije a la compañera entusiasmado. Pero me quedé en casa a roer un hueso grasoso de ternera.

domingo, 21 de junio de 2009

OTRO CUENTO DE LOCOS DROGADICTOS

PORQUE NO LO CONSIDERO UN TEMA AGOTADO Y PORQUE AUNQUE QUIERA NO ME PUEDO LIBRAR DE IMAGINAR ESTE TIPO DE HISTORIAS, ESCRIBI UN NUEVO CUENTO
SOBRE DROGAS Y DESENFRENOS SEXUALES, LOS QUE OPINAN QUE YA ME ESTANQUÉ TIENEN TODA LA RAZÓN, AUNQUE YO NO LO LLAMARIA ESTANCAMIENTO Y SÍ CONCIENCIA TEMÁTICA, ES EN ESTOS ASUNTOS DONDE CLAVO MI BANDERA, SI DISPONES DE UNOS MINUTOS Y QUIERES LEER ESTE CUENTO, ENTRALE, TE SENTIRAS COMO SI TE HUBIERAS DADO UN PISTO Y UNAS PASTAS DENSAS.
LAS NOCHES CONVULSAS DE MADAME PILDORAS
La mujer llevaba una vida miserable, agobiada por una enfermedad mental derivada de los trastornos al sueño durante cuarenta años. Las píldoras le ayudaban a dormir, pero el preció fue la neurosis demencial, el ansia feroz, las pesadillas que la despertaban temblorosa, sumergida en fantasías que por lo regular terminaban en el hospital, a punto de morir por rasgarse con un cuchillo las venas o el vientre.
Las enfermeras no la soportaban, con tres días de tenerla en la cama del hospital les bastaba de gritos, insultos, proyectiles de gelatina y papilla; cuando les había colmado la paciencia, las que cubrían el turno de la madrugada, ponían en sus venas la miel que endulzara los sueños perversos de su mente, ella dormía, las enfermeras también. Pero al despertar era el mismo número, los alaridos y las agresiones.
De todas las enfermeras que huían cuando se enteraban que una vez más habían ingresado a Madame Píldoras, como ya le conocían en las pláticas de la cafetería, la más antigua, que era enorme, ancha, como un animal bruto, barbuda, de ceja poblada, nunca rehuía a cuidarla, porque era vecina en el condominio donde la anciana tenía guardados cincuenta años. Fue de las primeras en habitar esa parte de la ciudad, que al pasar los años se convirtió en el centro de una comunidad más grande. La enfermera la conocía de quince años atrás cuando se mudó de una ciudad norteña. Pasaron cinco años de saludos en la entrada del edificio, de escuchar sus discos de Vivaldi más allá del concreto de la pared del baño, hasta que una noche la señora se abrió una herida profunda en el centro del pecho, los gritos despertaron a la enfermera, llamó a la policía y aunque escuchó el alboroto no quiso salir de su departamento.
A la mañana siguiente que entró a trabajar se enteró quien era la paciente, se acercó a ella, le tomó la mano izquierda. Le recordaba a su mamá apenas muerta, por eso le tomó estima, por eso siempre pedía ser su enfermera.
Cuando cada una estaba en su departamento también le hacia visitas para ayudarle a cambiar la cama, barrer la sala o prepárale una sopa. La anciana se pasaba las horas en la cama, drogada, escuchando los discos llenos de polvo donde los allegro y los presstisimo batallaban para sonar más frescos y menos melancólicos. Desde las primeras gotas, hasta los valium de la tarde, la señora sentía hundirse en un colchón de algodón de azúcar, donde el sueño tenía gravedad, era espeso y dulce, empalagoso y profundo.
No se conocía a ningún pariente cercano, nadie que la visitara, que le trajera unas frutas o le abriera las cortinas, cuando la enfermera tardaba más de tres días sin visitarla, la encontraba maltrecha, hedionda, con los huesos al descaro.
Así mantuvieron la relación hasta que la enfermera, por descuidarse en servicio de su amiga, también comenzó con achaques, terribles convulsiones que la habían puesto en cama; separada por un muro de Madame, pasaba los días pegada a la pared preguntando casi a gritos ¿se siente bien?, pero ni una palabra le podía escuchar a la durmiente anciana.
Sus hijas se habían marchado a una gira por el país con el equipo de futbol femenil de la organización única de peluqueras y estilistas. En la noche, después de tocarse un poco entre los pelos del pubis, pensaba en lo desagradable del tiempo, porque carcome el cuerpo, seca las ganas. Sí la voluntad fuese liquida, tan simple como servirla, pero es de materia incierta, como la soledad y esas cosas que no pueden capturarse para domesticarlas.
Le costaba el doble de trabajo atender los padecimientos de las dos, pero hacía esfuerzos impresionantes para caminar de la cama al baño, de ahí a la cocina, hervía un poco de agua para infusión, luego a la puerta, dos pasos, otros dos, ya en la entrada buscaba la llave colgada entre el milagro y el escapulario. Su amiga en la cama, la miraba con los ojos abiertos, pero sin gesto, sin espíritu. La cambiaba de ropa, le daba el té de gordolobo. Ya entrada la noche salía con pasos cortos, muy lentos, buscaba la llave de su casa y entraba.
Cuando escuchó que tocaban la puerta sintió miedo de abrirla, con dificultad se puso en pie y abrió. Tiene cara de cabroncita, le dijo al oído unos días después a su amiga, pero es buena muchacha.
Sonia era amiga de las chavas en el equipo de fut bol, no salió de gira con el resto porque su padre había atropellado a un enano torero por accidente, en la feria de su pueblo, y ella tubo que viajar hasta allá para resolver, con favor de sus nalgas gordas y un soborno, la libertad de su progenitor. Había regresado del rancho cuando la llamaron para pedirle que cuidara a su mamá por dos semanas. Como ya habían depositado tres mil pesos en su cuenta no pudo negarse.
Delgada como un poste de teléfono público, alta como un helecho aferrado a una esquina, de rasgos delicados puestos ordenadamente sobre un rostro mesurado, cuya redondez de bordes la hacia parecer exquisita al tacto, el cabello negro castaño caído sobre los hombros delicados y desnudos, el vientre enmarcado por los huesos sobresalientes de la cadera, cerca del ombligo una formación dispareja de vellos rubicundos, vestía mallas negras, tenis de calaveritas, su mechón pintado de rosa fluorescente, una pequeña argolla en la nariz, tres más en cada oreja, un piercing en la lengua y dos en los extremos del labio inferior, la blusa larga con un cinturón ancho al centro, en el pecho un letrero que decía BEBE.
La enfermera la reconoció enseguida, ya había estado en casa una o dos veces, en fiestas que organizaban las muchachas. BEBE, como le apodó desde ese momento, la cuidaba por las mañanas, antes de irse la encaminaba del brazo a la cas de su amiga. Nunca entraba, la dejaba en la puerta, un beso a la mejilla y adiós, se iba como encendida de algún motor a encontrarse con el amante o las amigas. Salvo aquella ocasión, cuando la enfermera recayó gravemente y le pidió que fuera al departamento vecino para alimentar a la señora. Con una mueca de enfado dijo que lo haría. Al entrar en el departamento, el olor de la humedad, de las medicinas y del cuerpo agonizante, la hicieron sentir nauseas, algo de miedo y nervios.
Colocó el plato con crema de chícharo y el agua fresca de melón en la coqueta frente a la cama. La anciana tenía muchos cosméticos, la mayoría en tonalidades oscuras, del sepia al ciam, del negro al café. Cuando le habló para que tomara la comida, respondió con un largo ronquido. BEBE se pasó hora y media probando los colores sobre su delicado cutis, al final se decidió por sombra purpura, labios negros, polvo blanco en las mejillas y un toque marrón para parecer muñeca abandonada.
Antes de irse entró al baño, en el lavamanos había una caja de pastillas. BEBE las identificó rápido, desde que trabajaba ahí, ansiaba encontrar unas cuantas de esas. Eran hipnóticos fuertes, sacó una cartera completa y la guardó dentro de su bolsa en forma de abeja.
Al día siguiente no fue a trabajar, la enfermera fue la única que notó su ausencia; ella misma tuvo que hacerse cargo de sus deseos. Marcó al teléfono de la muchacha pero una voz apretada le decía que no estaba disponible. Pasó la mañana y la tarde en casa de Madame, por fin estuvo despierta más de tres horas, sentadas en la cama frente al televisor, aprovechó una pausa comercial en la novela de las ocho para preguntarle ¿Qué hiciste con mis pastillas?
La enfermera creyó que se refería a los somníferos, se levantó de la cama, abrió el cajón de la coqueta y sacó una caja nueva, extrajo dos y le dijo, chúpelas, son de las dulces, pero la anciana le miraba con rencor, con severidad en sus facciones, dame mis pastillas pinche vieja. La mujer no comprendía el por qué de los insultos, la repentina lucidez de su amiga satisfacía a su esfuerzo, pero esos reclamos la desconcertaron en tal grado que abandonó el departamento con sollozos lastimeros, mientras la anciana le gritaba desde su habitación: lárgate pinche ratera, ya me las pagarás.
La mañana llegó junto con BEBE, la despertaron los toquídos insistentes de siempre. El maquillaje de muñeca bruja seguía sobre su rostro, la enfermera la miró con enojo, no había dejado aún su bolso y su chamarra de piel sobre el sofá como todas las mañas cuando ella comenzó a reclamarle por las pastillas extraviadas. No confesó que las tenía, pero en su voz que se adelgazaba, que soltaba palabras nerviosas, dejó entrever su culpabilidad y por lo tanto puso al descubierto su vicio secreto.
La enfermera no le dijo más, la dejó barrer el piso y prepararle jugo de apio. Tenía una trampa para ella. Al decir que se marchaba, le pidió que entrara de nuevo al departamento de la vieja, que le pusiera a calentar el baño, más tarde iré yo a bañarle, le dijo segundos antes de que cerrara la puerta.
BEBE prendió el boiler y se metió al baño. Sabía que la señora estaba dormida, por eso no se molestó en llamarla ni en decir hola siquiera. Abrió los cajones bajo el lavamanos y encontró la misma caja de antes pero vacía. Sintió un hueco en el estómago, había prometido llevarles doce a los chavos de la esquina que le habían comprado las otras a quince pesos cada una. Ya tenía ilusiones sobre un reproductor mp3 y un bolso en forma de araña que encontró en el centro.
Desesperada hurgó por toda la casa, hasta encontrar el cajón del tesoro en la coqueta. La vieja roncaba como un felino saciado de su hambre. Había muchas pastillas pero ningunas como las anteriores. Tomó dos cajas de ansiolíticos y una de somníferos, las sacó del paquete y las metió en un par de bolsitas de plástico que había llevado ex profeso.
En la esquina la esperaba la banda de los trece, trece cholos que habían tomado como centro de reunión el cruce de dos callejones, tenían colocados asientos hechos con rejas que les regalaba el dueño de la tienda de abarrotes donde se surtían de cervezas y cigarros. Toda la tarde después de que salían de la obra, porque muchos eran albañiles, se ponían a pistear y a fumar gallo tras gallo. La gente del barrio, aunque no les tenían mucha confianza, se habían acostumbrado a su presencia, muchos los saludaban con amistad, en contadas ocasiones había problemas, sólo cuando algún chivatón rajaba con la policía. Pero al día siguiente se sabía la identidad del soplón y todos lo esperaban para darle una madriza épica en plena calle.
Cuando la vieron llegar se emocionaron, cerveza en mano hicieron un circulo a su alrededor, qué, se hizo o no, le preguntó uno, de las que traje antier no, pero si de estas, dijo BEBE mientras sacaba de su bolso las píldoras, pero estas se las voy a dar más caras porque son más densas, a veinte la pinga, recalcó mientras los cholos renegaban del precio. Bueno a dos por veinticinco, les dijo para que mordieran el anzuelo. Y así fue, le compraron dieciséis pastillas con doscientos pesos que juntaron entre todos, apenas se las dio las repartieron y se las tragaron.
Los trece eran jóvenes, no pasaba de veinte años el más viejo. La cerveza y la marihuana no los transformaba mucho, los ponía contentos o los distraía del duro trabajo diario, salvo las peleas con otros barrios, el castigo a los chismosos y el hostigue a las chavas atractivas, no delinquían más allá, no asaltaban, ni atracaban a los transeúntes. A las doce de la noche era tranquilo pasar como a las seis o las tres de la tarde, pero desde que probaron las pingas se aceleraron más, dejaron de ir a sus trabajos, pasaban más tiempo en la esquina, no se medían con las mujeres, les tocaban el culo, les dio por empezar a robar, primero las caguamas en la tienda, luego bolsas y carteras. Estaban descontrolados, amanecían tirados en las banquetas, dormidos, con la ropa de una semana.
Y su proveedora contenta, llevándoles cada tercer día alguna novedad, ellos la llenaban de regalos, bolsas, relojes, teléfonos móviles que conseguían en sus asaltos diurnos. Cuando no tenían para compararle se dispersaban por las calles, volvían en diez minutos con el dinero suficiente para otras veinte o treinta pastillas. BEBE ya no iba a la casa de las señoras, ni contestaba cuando le llamaban las hijas de la enfermera, sólo cuando se le terminaban las pastillas se presentaba, le decía que necesitaba dinero, que la ayudara, que la dejara fregar los platos o cualquier cosa por unos pesos; la vieja se compadecía y siempre la dejaba entrar y le encargaba que le diera de comer a la vecina antes de irse.
Madame no se daba cuenta de la falta de sus fármacos, sólo notó la ausencia de aquellos hipnóticos por los que corrió a su compañera, pero como cada fin de semana visitaba al doctor, este la surtía de tabletas al por mayor.
Los trece se habían pasado al crack en menos de un mes, algunos se habían clavado tanto y en tan poco tiempo que ya presentaban síntomas de paranoia delirante, eran agresivos a la menor provocación, ya no podían robar porque la droga no los dejaba ni moverse. Pero cuando les entraba la malilla se ponían a conseguir lo que fuera.
Esa tarde en que esperaban a BEBE con más píldoras ella llegó con las manos vacías. Les dijo que ya no quería robarles más a las señoras porque ya se había comprado muchas cosas y se sentía mal de hacerles daño, además ya no se hablan entre ellas, les dijo a los cholos como si les importara. Cuatro de ellos, los más grandes, la condujeron a empujones a un lote baldío, le dieron una madriza y la amarraron a un pirul. Dime donde viven las pinches viejillas esas, le dijo uno que andaba rapado con tatuajes en la frente, los otros tres la manoseaban, le metían los dedos en el culo y la vagina, le chupaban los pezones, ella al principio pataleaba, soltaba gritos, pero luego pensó que era peor hacer escándalo, se quedó callada y aceptó la verga de los cuatro entrar y salir hasta que la bañaron en mecos.
Les dijo medio desmayada el domicilio de la enfermera y su amiga, los trece la dejaron amarrada al pirul con una jerga en la boca y dos de los menores cuidándola, armados con palos y navajas. El condominio no quedaba lejos de la esquina de los trece, cuando llegaron notaron que era un lugar muy solo, excepto por un señor mayor que al verlos apretó el paso, nadie más se veía rondando los pasillos. En el número siete tocaron el timbre, el ansia se los estaba tragando, no les habrían y decidieron brincarse por el patio. El departamento estaba en el segundo piso, no les fue difícil la entrada, sólo escalar hasta el patio, la puerta estaba emparejada y la lavadora funcionando, el ruido de las aspas no permitió que se escucharan los pasos ni las voces. Los trece entraron en la habitación de la enfermera y la encontraron con un cuchillo de cocina enterrado en la garganta, estaba tirada en el suelo, el piso beige resaltaba aún más el intenso color de la sangre que se abría paso hasta un montón de ropa sucia en la entrada, ahí se encharcaba y comenzaba a cuajar, la orilla tenía el aspecto de carne cruda y vieja. Los cholos se sacaron de onda primero, luego revolvieron todo lo que encontraban al paso, en una mochila que uno de ellos traía guardaron lo que pudieran vender y salieron. Pero no se irían de ahí sin las queridas píldoras y como habían encontrado una llave suelta en uno de los cajones de la enfermera, fueron a probar si abría la puerta de la vecina, y así fue.
La anciana estaba en el baño cuando entraron los cholos, sonaba Vivaldi en un volumen exagerado, pero no lo apagaron para no hacer sospecha. Madame se había comido frasco y medio de hipnóticos, encontraron vomito por todas partes, olía a sanatorio cada rincón de la casa, estaba tirada entre la regadera y la taza, boca arriba su cuerpo desnudo parecía el de una momia. Los trece notaron que estaba manchada de sangre en el rostro y el pecho, pero no tenía heridas, nada más la sangre poniéndose negra también en sus manos que se mantenían tiesas como si empuñaran un cuchillo. Esculcaron hasta dar con las pastillas, las vaciaron todas en sus bolsillos personales y se fueron sin cerrar las puertas, a toda prisa, llenos de temor pero animados por una energía desmedida. Caminaron de regreso sin darse cuenta que el señor grande que los vio entrar había colgado ya el auricular después de hablar a la policía y los observaba alejarse por la avenida desde su ventana cubierta con cortinas floreadas.
En el lote baldío BEBE se había desmayado amarrada y los niños aprovecharon para masturbarse con sus tetas y su cara, cuando llegaron los otros los corrieron diciéndoles que no habían encontrado la casa. Se tragaron algunas pastillas, encargaron caguamas en la tienda armando mucho desmadre, no se dieron cuenta cuando las patrullas llegaron, saltaban los agentes las bardas como gatos. Pero llegaron tarde, cuando los tenían esposados sobre las camionetas, ya habían prendido fuego al cuerpo de BEBE, los gritos de ella y el fuerte olor de carne quemada atrajeron a los agentes. En el cielo crecía un hongo de humo negro y espeso.