domingo, 22 de abril de 2007

UN CUENTO


LA COLEGIALA Y LAS RANAS

Ema conocía el esplendor del follaje y cuando Martín le pidió que subieran al cerro no lo cuestionó e hizo que el auto entrara en la vereda que conducía a una loma pequeña. El camino era estrecho, con rocas y matas de hierbas espinosas, muy pocos árboles, cactos y piedras que parecían, junto con las nubes, casas, mandriles, tenedores. Se detuvieron en un pastizal, el cielo tomó el conocido matiz de la lluvia, hacia una calor húmedo, casi pegajoso. Era cómodo estar ahí, purgando la presión de la escuela.

Emma se alejó un poco, atrás de unos nopales, volvió sonriente, incluso antes de llegar al lugar donde estaban sus amigos, alzó el brazo derecho y les gritaba que se acercaran. A unos pasos de la nopalera había un charco entre las rocas, el agua estaba verde por el estancamiento; envases, blusas, pantalones y demás basura flotaba, las orillas parecían moverse cuando las ranas asustadas saltaban al charco, estaban ahí asoleando el lomo, eran bastantes, como para sentir nauseas. Martín y Emma se mantenían asombrados, hacían comentarios acerca de la forma y el comportamiento de los anfibios, intentaban además atraparlos, pero la rapidez y la viscosidad de los animales dejaba su plan en fracaso. Emma consiguió atrapar una rana y jugueteaba con ella entre sus manos.

Felipe no estaba nada emocionado con el asunto y se tiró sobre las rocas, escuchó la voz de un hombre mayor, abrió los ojos preparado para enfrentar, según él, a los policías que de seguro los habían visto; pero no se trataba de ningún miembro del cuerpo de seguridad publica; era un tipo alto, moreno, peinado de partido en mitad de la cabeza, vestía una casaca guinda y un pantalón del mismo color con una espada envainada de color ámbar, la sonrisa blanca y nivelada hacía más pronunciados sus pómulos rojizos, se mantenía recto, era fornido y luego de decir gracias preguntó: ¿Quiénes son ustedes?. Emma se desplomó en el pasto, Martín se alejaba con pasos en reversa, temblaban, no podían creer que por acariciarle el lomo y besarlo, de pronto, de la nada, la rana se convirtiera en aquel hombre que parecía, y era, un príncipe. Felipe intentó batirse a chingazos con el pomposo personaje pero éste, astuto y ágil, desenvaino la espada para colocar el helado acero justo en la garganta de su agresor. Martín lanzó una piedra con buen tino que dio en la mejilla izquierda del hombre y Emma empezaba a recomponerse cuando saltó sobre sus labios otro bicho y, como si fuesen sus labios la pura magia, transformó al animal en otro tipejo exacto al anterior. Martín les pidió que dejaran a su compañero y que les permitieran irse, pero los príncipes, sin dejar de sonreír como pendejos, no les dejaron avanzar ni un paso. El primero que apareció pidió al otro que pusiera sobre los labios de Emma cuantas ranas pudiera, así aparecieron quince y luego otros veinte príncipes más, aquello parecía una fiesta de disfraces, todos estaban emocionados, unos corrían por la pradera, otros se abrazaban y algunos que desconocían la situación de bochorno anterior a su transformación, agradecían a los únicos tres que no eran como ellos el haberlos librado de su añejo castigo.

En un circulo que formaron los príncipes, acorralaron a sus redentores, les pidieron que les hablaran, que con sus palabras abrieran la senda que desde entonces habrían de transitar, pues aunque al principio se mostraron recelosos ahora no llenaban de alabanzas y cortejos; aquel que antes recibió la pedrada en su mejilla era entonces el más zalamero de todos, buscaba siempre mantener su cuerpo junto al de Ema y cada dos o tres minutos la cuestionaba acerca de su estado emocional y físico. Las primeras horas fueron divertidas, platicaron con los príncipes acerca del mundo al que habían sido despertados; ellos no pudieron explicar gran cosa, sólo que eran la familia real de esas praderas y que desde hace tres siglos, por corromper el buen funcionamiento de su reino al practicar la magia negra contra sus enemigos, el efecto se revirtió convirtiéndolos en ranas.

Al momento de tomar el camino de regreso, antes incluso de que pudieran decir adiós o hasta pronto, el sequito de varones anfibios los apresó, algo avergonzados le decían a Ema y sus compañeros que no podían dejar que se fuera, que ellos dependían de su fuerza, que era su reina, que si los había devuelto a la forma física de los hombres no podía ser en vano, y cuando ella escuchó todas esas cosas cayó al suelo desmayada.

Cuando recobró el sentido quiso explicar que su intención no había sido despertarlos ni liberarlos, sólo jugar, y ahora quería subir al carro y largarse. Primero fueron sollozos, después llantos desaforados, los que soltaron aquellos hombres y sus lagrimas les fueron borrando el cuerpo, el rostro, la ropa y el habla, su figura se redujo, se torno viscosa la textura de su piel, las palabras que antes salieron de sus bocas estilizadas ahora era un croar infernal, adolorido, que se escuchaba como un reproche. El llanto los volvió a convertir en ranas.

Martín comenzó a caminar, se abría paso entre los bichos que le saltaban al rostro y que se quitaba con bruscos movimientos de brazos, Felipe no conseguía mover los pies y Ema para entonces ya era un charco de agua. Cuando devolvió a los príncipes a su antigua forma, su mismo cuerpo se transformo en agua.

Una blusa blanca, una falda de colegiala y un mechón de cabello negro flotaban en ese charco donde todas las ranas se habían sumergido.

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