jueves, 2 de julio de 2009

OSTRO CUENTO OSTRO¡¡¡

UNA CATEDRÁTICA QUE MUERDE
Los cuatro semestres que fui su alumno me habían sido tormentosos e insoportables, sentía, ya entrada la madrugada, que estaba conduciendo por brechas equivocas mi vida, pues su recuerdo que me asfixiaba y sus acciones que me quitaban el sueño, no me hacían sentir en la existencia como alguien feliz.
Recién cumplí los cuarenta años me inscribí en la licenciatura en letras. Uno de mis nietos cursaba estudios ahí y había conseguido alentarme lo suficiente para sacar matricula. Yo no era un amante de los libros, aunque el ejercicio de la lectura siempre me ha sido agradable y útil, no tenía como principal ocupación hurgar entre páginas, ni escudriñar el significado del símbolo.
Los primeros días en el aula me parecieron interminables, aún peor porque los otros alumnos eran dos o tres veces menores que yo, e incluso al profesor le llevaba una década completa. Las compañeras lucían cada día un atuendo distinto, pero la ropa era lo menos interesante en ellas, sus cuerpos hermosos llenaban de alegría las tardes, incluso le comenté a mi hermana: esas niñas son tan bonitas que no podía creer que me dijeran Andrés, así como si nada. A ella le pareció que me entusiasmaba de más con aquellas putillas y tenía razón.
Antes de pisar el aula me imaginaba un ambiente restirado, de gente que toma el camino del otoño muy rápido, sin necesidad, sin la mesura ilusa de los años, sólo por que no soportan estar tan consientes de su pequeñez. Pero me encontré a un nutrido grupo de adolecentes que vivían las primeras ilusiones de la confusión y que disfrutaban sobretodo del mejor momento para hacer fiestas.
Algunos profesores también eran animosos, se unían a las cooperaciones y junto a todos alzaban su vaso de mezcal. Se forjaban quince o veinte churros de mota, algunas compañeras ya pedas se animaban a coger. Yo no tenía tanta suerte para que me tocará un acostón, sólo se reían de mí; consiguieron engañarme dos veces, la más buena de la fiesta se me encimaba, cuando intentaba tocarle el bollo, me lanzaba un vaso donde, previamente, habían apagado las ardientes bachas de los tabacos.
Las fiestas jamás eran programadas, de esa forma era imposible que se realizaran, las mejores ocurrían entre semana, cuando los chavos traían aún del dinero que sus padres les abonaban desde el rancho. A esto, como es de esperarse, le sucedían las crudas tremendas, amanecidos en cualquier rincón, tardábamos unos segundos en retomar la rueda, algunos recibían al sol bebiendo o inhalando coca.
Confieso que yo me retiraba temprano la mayoría de las veces y aún así no conseguía disipar el malestar a tiempo. Los maestros que no eran fiesteros no tardaron en mirarme con desdén, pues, a lo Sócrates, me acusaban de deslumbrar para confundir a los alumnos más jóvenes. Era mentira, aquellos muchachos me parecían completos bobos con un futuro insulso.
Pero ella no se conformó con chismorrear, ni con aconsejarle a los compañeros que no tuvieran más amistad conmigo de la necesaria. Fue más suspicaz pero más dañina, su ponzoña brotaba sobretodo a la hora de la clase. Desde que era estudiante de primaria me gustó sentarme en la orilla junto a la ventana, siempre me ha causado problema enfocar mi atención en una sola cosa. Ella tenía un método muy ramplón, se instalaba en el escritorio, encendía su computadora portátil y, más como una réferi que como una maestra, decía quien era el próximo en exponer el tema del día. Me costaba mucho trabajo permanecer quieto, pero tampoco me hallaba a gusto si le hacia plática a un compañero, me cansé pronto de mirar a las muchachas y hacer dibujos me entretenía, pero sólo unos minutos.
Pronto descubrí que lo mejor era salirme, me llevaba un poquito de hierba y me escondía para fumarla, lejos de los viciosos que hacían guardia en las canchas, a esos nadie los tomaba enserio porque se reventaban recio todos los días, en cambio yo prefería sólo atizar en la clase de la maestra perra, me subía a mi auto, prendía la radio y daba una vuelta por el campus, ya estimulado regresaba al salón para dar mi comentario los diez o quince minutos que restaban. Así funcionó bien las primeras semanas, después no me fumaba sólo un gallo, me hacia tres y bebía un par de cervezas, luego, la verdad no recuerdo bien como, empecé a trabar amistad con los vagos de la cancha.
Eran encajosos sin dinero, me pedían para todo, hasta querían que los llevara a la tienda, como su chofer-mecenas, un tiempo lo pasé bien entre ellos, me gustaba sentir que no tomaban a la ligera mis años, cuando les platicaba del antiguo mundo de la compra venta de marihuana en la ciudad se entusiasmaban, pero no con otro tipo de relatos, estaban obsesionados con el vicio y la parafernalia de los fumadores, algunos incluso habían sido expulsados de la universidad por negarse a disminuir su consumo en horas de escuela.
La maestra comenzó a fastidiarme al ver que entraba con los ojos rojos y la pupila dilatada, hacia cara de molestia, fruncía los labios y decía para la clase: se ve que ya se fue a dar sus vitaminas don Andrés, y los que estaban sentados se desternillaban de la risa, pues sabían que era verdad y disfrutaban de mis humillaciones públicas.
Preferí durante un par de tardes no aparecerme por la escuela, en especial los días en que la pinche maestra atendía a mi grupo; ella junto a mí es una niña idiota, pensaba cuando se acercaba la hora de entrar.
Me quedaba en casa repasando algunas lecciones, sobretodo de literatura europea del siglo XVIII, me interesaba Flaubert y eso que mi nieto me advirtió que a primera impresión me parecería abrumadoramente cursi. Pero no fue así, al contrario, lo encontré conmovedor y profundo. ¿ Cómo sabía tanto acerca de los seres humanos, cómo si sólo era un francés, es decir un simple ciudadano del mundo, podía hablar de forma tan general de los hombres?, quizá porque no era tan “simple” y había aprendido a observar el comportamiento de las personas al grado de encontrar los caracteres que las hacen similares.
Leía una edición de Madme Bovary, estaba justo en el capitulo donde Rodolphe ha perdido el interés por Emma y ella se desgañita implorándole la pasión que el esmirriado Charles no pudo darle; cuando alcé los ojos del libro y vi a la maestra perro delante de mi. Hizo trampa en el examen, me dijo en un tono de voz malicioso, lleno de rencor.
Esa fue la primera vez que me reprobó injustificadamente, pues yo no había copiado ni hecho ninguna trampa en el examen, ya cuando fui joven e hice la educación elemental había copiado mucho y había recibido muchos castigos, los cuales habían funcionado, desde los diecinueve años no hice más trampas en pruebas, ni siquiera cuando me detenían en la calle para hacerme un test de salud esos enfermeros charlatanes que le checan a uno la presión por un peso.
Estaba furioso y frustrado, esa niña pendeja quería que le diéramos nuestro respeto pero jugaba a ser la malvada maestra, sin ablandar en buen termino su pensamiento. No tenía en mi vida porque darle entrada, la misma tarde en que repasaba la novela del maestro francés me hice consiente a la fuerza de esta idea y decidí ya no pensar en el asunto, dejar el juego de la escuelita, concentrarme ante todo en que si había entrado lo hacía con el propósito que fijé mi primer día: ocupar el exceso de tiempo que le es tan común a muchos jubilados.
Un año se cumplió sin que volviera a pisar la escuela, la frustración que me había causado reprobar a una edad tan avanzada y los motivos estúpidos por los cuales había sucedido la desgracia, no me permitían caminar los pasillos ni acercarme a la puerta principal, una poderosa energía de odio y resentimiento me aprisionaban sin dejarme mover. Pero como los malos amores, se me olvidó rápido, poco a poco me fui acercando, de pronto una tarde ya había pasado todo el día ahí, tirado sobre el pasto hojeando un libro de Ezra Pound.
Mi hermana me pidió que no fumara marihuana en la sala porque a ella el aromático humo del cáñamo no le causaba ningún placer. Sólo podía fumar en las mañanas cuando ella salía a llevar a mi sobrino al jardín de niños y otro poco en la madrugada, pero eso sí conseguía quedarme alerta para asegurarme de que ellos no despertarían.
Con la prohibición en mi casa no me sentía cómodo, aunque podía fumar en la azotea, o pegado a la ventana de la calle, preferí salir todas las tardes a dar un paseo por la que acababa de ser mi escuela, me sentaba en los prados y fumaba despacio sin prisa. El viernes de esa semana fui a quemar un poco de hierba, camino a los jardines, por las aulas vacías, escuché los chillidos de unos cachorros.
El alboroto venía de un costado del edificio central, caminé deprisa, al borde de la pared encontré un trío de perritos recién nacidos que gimoteaban juntó a su madre. La maestra estaba tendida sobre la tierra, mantenía las piernas abiertas, el último cachorro luchaba por salir de la vagina estrecha, el lloriqueo se volvió callados suspiros. La catedrática tomó algunas de sus prendas, se vistió rápido sin dejar de caminar, aunque lo hacía lento, con pasos torpes; yo la perseguía con los cuatro cachorritos contra el pecho. Ella no volteaba, no se detenía, le dije que no dejara ahí a los niños, la tomé de un hombro, dio a su cuello un giró veloz para clavarme la dentadura en el brazo izquierdo, solté a las crías que cayeron dispersas a nuestro alrededor, la perra recuperó la fuerza suficiente para correr entre ladridos estruendosos que agitaban el reflejo de la luna en los vidrios de los edificios.
De los cuatro recién paridos sólo uno sobrevivió, era de un negro mate muy profundo con una de las patas traseras totalmente blanca, parecía que estaba desnudo y llevaba puesto un calcetín blanco. Me lo quedé aturdido por la impresión de lo que había observado, aunque el perro tenía el aspecto común a su especie, la imagen de su parto me incomodaba, le tenía miedo a la criatura, era un miedo que me estaba causando daño, pues le hacía tantos mimos y complacencias para “no despertar su maldad” que no había estado consiente el día que subordiné mi vida a sus caprichos, hasta el punto de pasarme los días enteros pendiente de su dormitar excesivo y su apetito sin medida.
Una tarde escuché que algo raspaba con la puerta, afuera de mi portón la maestra llamaba como hacen los animales domésticos, con las patas de arriba hacia abajo un par de veces. Aunque la odiaba, también le fingía respeto por temor a sus desconocidas facultades mutantes.
La mordida que me había proporcionado aquella noche no tenía la cicatriz formada, la carne se veía latente, pero no sentía dolor, ni molestia, al contrario, desde aquel suceso la depresión y el mal genio se mantenían menos vigentes en mi vida, las cosas parecían ser amables una vez más con el viejo y mostrarle un poco de dulzura, al fin.
Entre sollozos de perra me contó que un ex alumno la había maldecido con la condena de parir de perritos durante cinco años, éste ya es el cuarto, agregó un poco más ofuscada que al principio. No entiendo por qué no me quieren los alumnos, me repetía con insistencia, al que me embrujó lo reprobé cinco veces, pero es que olvidaba siempre ponerle el acento a Hernández en el nombre de Francisco Hernández, no podía pasar eso por alto. Sus argumentos estúpidos me sacudieron aún más, le ofrecí una cerveza pero tampoco la aceptó, sólo dijo antes de irse que tenía que matar al perro o me volvería pronto su esclavo. De su bolso sacó mil pesos que me entregó en un sobre en el que decía: como disculpa por la mordida.
Fornicio le puse de nombre al animal, me gustaba el sonido a gondolero veneciano; Até una correa de paseo a su cuello y me lo llevé a un burdel a gastar los mil pesos. El ambiente era bueno los jueves no muy tarde, me gustaban las mujeres de ahí porque no se cohibían cuando el intento de meter el dedo se presentaba, ni hacían escándalo por pedir una rebaja en la mamada de verga. Dejé a Fornicio amarrado a la mesa mientras una morena me complacía en el privado, era alta de nalgas grandes y cintura fuerte, de huesos macizos, le estaba chupando los pezones cuando escuché que Fornicio soltó chillidos adoloridos, me aparté de la mujer y fui hasta la mesa. Un mesero alto lo había cargado ya muerto después de que un tipo de sombrero vaquero le soltara cinco balas de su treinta y ocho especial sólo por darse ánimos en esa noche en que la coca estaba más rebajada que de costumbre.
La impresión sazonada con la impotencia subieron a mi corazón, caí despilfarrado al piso, no supe nada hasta que desperté en el hospital “Chispa de Cristo” la clínica donde mi hermana trabaja de enfermera. En tres días me recuperé totalmente, aunque mi estado emocional seguía apagado. Una mañana que desperté a medio día luego de soñar mucho tiempo con Fornicio, abrí los ojos y di tres aullidos que aturdieron al doctor que me cuidaba.
Hundido en la amargura no me había enterado que el periodo de inscripciones en la facultad había comenzado ya; quise retomar la carrera para mantener mi imaginación distraída, sin ocuparse únicamente de pistolas, cuerdas, asfixia con carbón.
El director me dijo que podía entrar pero que no tendría titulo si no aprobaba la materia de la maestra perra, es la única con la que se atrasó, añadió a su imbécil y por suerte breve discurso de rebienvenida. Creí que me sería fácil aprobar con la maestra por los antecedentes que entre ella y yo habían ocurrido, pero cuando me presenté en su clase el gesto con el que me recibió inmediatamente me hizo notar lo contrario; sus labios se habían colgado a la izquierda, los ojos desplegaban maldad brutal; le sonreí mientras ofrecía mi palma abierta al saludo, ella se me quedó mirando unos segundos y preguntó: ¿ya lo mataste?, me senté en una banca muy cerca de ella, hasta que terminó la clase le dije: no lo he matado, sigue en mi casa, se parece tanto a su madre.
Los efectos de la mordida no terminaron con insolentes aullidos ni depresión por la muerte de Fornicio. Una tarde antes de la clase de los martes, me había fumado un par de churros y esperaba a que el día se fuera lo más rápido posible para volver a la casa a echar una siesta; la maestra entró al salón acompañada del director, la secretaria del director y un aspirante a rector que tenía una cara grande que parecía una mascara.
El de la mascara comenzó su discurso, más becas, más escuelas en los municipios. La maestra estaba frente a mí, de pie, llevaba una falda pegada al cuerpo que dejaba ver unas formas que antes jamás le había notado, su cadera estaba bien delineada y su culo sobresalía delicioso, pero nada era tan hermoso como el aroma que despedía, un perfume acre de sexo limpio y sudor, aroma que me colocó al borde del deseo, tenía la verga parada, dura como una solera de metal; aunque mi conciencia intentaba detenerme no pude guardar las ganas de lanzarme, y me lancé sobre ella de un salto. No era más el viejo que jugaba a ser universitario, no más el mariguano que representaba para ella lo más odioso del mundo. La sujeté con mis brazos, una fuerza desconocida emanaba de mis músculos, la volteé de nalgas después de que le arrancara la ropa y la viole al puro estilo canino, con mordidas en el cuello, con ladridos feroces, con embestidas aceleradas. El director, el candidato y el resto de la clase intentaban separarme pero al menor acercamiento les asestaba una mordida rabiosa, hasta que unos malditos vinieron con un balde de agua hirviendo desde el comedor de estudiantes y lo vaciaron completo sobre mi cuerpo desnudo.
Sin tiempo para quejarme, salí del salón a toda prisa, cuando llevaba buen tramo volteé para observar como las patullas policiacas comenzaban mi casería. Pero me había puesto a correr como un perro callejero y malherido.
No me presenté más en la escuela.
Un día me llamó una compañera para preguntarme si iría a la graduación, le dije que no podía porque tendría a la maestra y a la policía detrás de mí apenas entrara al salón de ceremonias, pero ella me interrumpió, no debes preocuparte, a la maestra la encontraron muerta en su departamento, la atacaron los quince bull terrier que, dicen, tenía como mascotas. Entonces iré, le dije a la compañera entusiasmado. Pero me quedé en casa a roer un hueso grasoso de ternera.

1 comentario:

Anónimo dijo...

jajajaja ay oscarín. buena sátira o lo que sea. vinieron a mi memoria lourdes y el ruco ese que busca hacerse amigo de campuzano, pero seguro esto ha pasado (literalmente) desde el 73, con personas de nombres así y asá, alternativamente.


chido. me divertí. deberíamos publicar textos así en volantes en la escuela, para que se se coman los perros a sí mismos.


soy diana, tu amiguita de la escuela, diana garza, así es. (auqnue el el 73 me llamé alicia)