sábado, 11 de julio de 2009

UNA HISTORIA

NO TODOS LOS ACCIDENTES TRAEN LA MUERTE
Elena iba sentada a la derecha e intentaba cambiar de estación en la radio. Aunque el automóvil dejaba demasiado rápido el paisaje como para notar que estaban en un lugar lejos de casa, sentía que la equivocación más terrible de su vida había iniciado al aceptar pasar unos días con él en ese bosque.
Estaba consiente de que los años agotan el alma, hay un momento en que se considera que la vida tiene sentido sólo si la frustración es mínima y se concentran esfuerzos para poner una prueba pequeña cada día y uno rodea el obstáculo en lugar de intentar derribarlo, entonces se está viejo o peor: acabado.
El profesor no estaba acabado ni era un anciano, pero su vida había dado tan pocas vueltas que desconocía la profundidad de los términos emoción y aventura, en cambio había penetrado profundamente en los de trabajo y rectitud. En ese afán por ser correcto había equivocado la flecha. En efecto era un hombre decente, que tenía un empleo bien remunerado, que estaba al corriente con la secretaría de hacienda, puntual, lector sólo de los clásicos latinos, soltero pero fiel a su pareja, católico por tradición familiar, como la mayoría de los católicos; se abstenía de votar, odiaba el futbol, era estricto como profesor y como amante, pero le gustaba la bebida más que las piernas de Elena y el ritmo vertiginoso de Virgilio.
Había comenzado a beber entrado en la madurez, rozando los cuarenta probó su primer tequila con limón, la garganta le ardió durante toda la semana, con la cruda brutal no encontró otro remedio que seguir tomando, sin parar, ya no permitía que se le bajara la peda, lo hacía en todo momento, incluso mientras escribía en la pizarra, se las arreglaba para introducir entre su ropa una botellita de licor de la que salía una tripa, la sujetaba al botón del cuello de la camisa y cuando había oportunidad sacaba la tripa y chupaba un trago largo de mezcal o ron de caña.
El aliento y la palabrería de un borrachín de esquina le hicieron mala reputación, su estatus como profesor comenzaba a deteriorarse, pero el director de la preparatoria había conseguido su voto favoritario, sin él no habría escalado jamás de secretario a director, él tenía de su parte al sindicato de maestros, no podía correrlo, pero sí podía encargarle que asistiera a los cursos de ética para profesores, que la universidad de la capital impartía cada año, ese tocó en una pequeña ciudad del norte, conocida por una agradable zona boscosa, donde todavía se podía encontrar algo de eso que la gente enferma de nostalgia nombra: tranquilidad de un pueblo.
El profesor tomó bien la noticia cuando el director lo llamó a la oficina para comunicársela, al salir fue con la clase para despistar un poco. Les platicó una de esas historias sobre la revolución que fueron inventadas después para ganar simpatía en las elecciones; los muchachos no le tenían aprecio por ser un amargado que no les permitía voltear a ver el cielo mientras él hablaba, ni los dejaba reír de una simpleza, enemigo de la minifalda y las cadenas y las perforaciones y los tatuajes.
Al atardecer mientras disfrutaba de un filete empanizado que su madre recién le había puesto en el plato, contestó el teléfono para hablar con Elena, ella quería pedirle un consejo sobre regalar a su primo La Eneida o el viejo libro de poemas de Petrarca. El profesor le pidió que se encontraran en la noche, que la quería invitar a un viaje.
Con Petrarca corre el riesgo de creer que una mujer es la pura perfección y con la Eneida encontrara que la perfección es un defecto horrible para un ser humano común que no tiene porque aspirar a ella, porque debe ser feliz con las cosas del mundo y estas son impredecibles, decía mientras su dedo atravesaba cariñosamente los mechones de cabello que Elena siempre llevaba a un lado y otro de la cabeza. Le propuso que viajara con él, que sólo pondría su nombre en las listas del curso pero no entraría a ninguna sesión, tendremos cinco días pagados en ese bonito bosque, imagínanos recogiendo piñas, montados en un hermoso caballo negro que al trote nos conducirá por las veredas de ese lugar misterioso. Elena se abrochó el sostén, viajaría con él sí prometía no beber en el camino, le asustaba que no tuviera los cinco sentidos sobre la carretera, no quería terminar despedazada en un barranco a los veinte años. Entonces la Eneida, le dijo cuando él aceptó no alcoholizarse hasta que llegaran.
Apenas dejaron atrás la ciudad se detuvieron en una gasolinera para llenar el tanque. El profesor entró al sanitario, tardó más de diez minutos en aparecer de nuevo, desde entonces Elena sintió el presentimiento de que no había hecho bien en aceptar el viaje, cuándo dio el portazo su aliento lo delató, se había bebido un cuarto de brandy encerrado en el baño, sentado en una taza con los pantalones abajo.
Ella no aguantó más y expresó su enfado, le dijo que quería regresar, que no estaba cómoda, que la podría reconocer algún pariente y le llamaría a su padre para preguntar si estaba bien pues la había visto con un viejito. El profesor no toleraba que se burlara de su edad, cuando eso sucedía significaba que una pelea extrema tendría lugar ahí mismo. Pero las peleas pocas veces los encaminaban a una solución, terminaban olvidando todo hasta que volvía a pasar.
Aquella pelea había sido fuerte y aún no surtía efecto la reconciliación. Él comía un bistec a la ranchera mientras ella digería la orden de enchiladas que había ordenado. Esa fonda de carretera era bonita, pintada de amarillo chillón, adornadas las mesas con manteles azules, un aroma a guisados caseros que la hacían recordar la casa de su abuela en el desierto. Antes de salir el profesor se metió al baño y abrió una nueva botellita de brandy, cuando salió ella ya se había subido a la camioneta
¡Que pendejo, saca de una vez todas tus botellitas y tómataleas aquí, que tampoco soy tu mamá! El profesor, como un niño que ha sido desenmascarado de alguna fechoría, desembolsó de su chaleco de fotógrafo tres cuartos más de su licor favorito, le dio un sorbo a una botella y comenzó a manejar.
A Elena se le había bajado el mal humor, sonreía a las imprudencias de su amante embriagado que le contaba anécdotas estúpidas de cuando trabajó en un programa de televisión donde personas deformes se presentaban haciendo un show de circo. No les faltaba mucho para llegar, se notaban ya los pinos y los robles, la neblina y la humedad de la región. A ella le llegaron las ganas de orinar todo el té verde que se había bebido y le pidió al profesor que se detuviera en un puesto de fresas a un lado de la carretera.
La mujer que atendía el puesto era amable y le indicó donde podía desechar el liquido. Él se quedó en la camioneta, subió el volumen a la canción que sonaba. Unas niñas jugaban a pocos centímetros del camino, eran tres, una repartía la comida en trastecitos de plástico, otra se daba un banquete llevando frijoles fantasma con su mano a la boca, la tercera parecía disgustada con el juego, quería corretear con la pelota, ella iba de un lugar a otro y cuando notó que la camioneta estaba abierta y adentro había un hombre bebiendo de una botella, se acercó para averiguar que más había ahí. El profesor cerró la puerta, le disgustaban los niños pequeños, también los grandes. Elena apareció cargada de mangos y fresas, están muy baratos, le decía al amargado mientras ponía las nalgas sobre el asiento.
En realidad la niña sólo intentaba sacar la pelota que se había metido debajo de la camioneta, estaba frente a la defensa cuando arrancó, apenas había rugido el motor, las llantas delanteras le apachurraron el cerebro a la hasta tronarlo como a una nuez. La mujer del puesto aventó los frutos que estaba acomodando, la expresión en su cara le había estallado los gestos de horror, gritaba, maldecía, su llanto era más estruendoso que los relámpagos que comenzaban a escucharse. Elena también gritaba, se había puesto a llorar, en un ataque desenfrenado arañó con profundidad el rostro del profesor, que no se detuvo, al contrario, dio más velocidad a su poderosa máquina.
El trayecto mínimo de dos kilómetros fue un interminable infierno de reproches e insultos, él estaba tan asustado que se detuvo y vomitó hasta caer exhausto sobre la hierba, el sonido de la cabeza que se partía bajo la llanta re repetía incontables veces en su cabeza, todo el cuerpo le temblaba, no quería ni le era posible levantarse. Elena permanecía en la camioneta, también llorando, pero sabía que habían escapado, el miedo la hizo bajar por el profesor, meterlo y arrancar con rumbo a la siguiente gasolinera, donde intentarían conseguir un aventón de regreso a la ciudad para esconderse y esperar o la cárcel o el olvido, aunque bien sabían los dos que nunca olvidarían la escena, los gritos, la sangre en la salpicadera.
No habían avanzado ni un kilometro cuando aparecieron las patrullas, los detuvieron en un operativo que rayaba en lo exagerado, ocho patrullas con diez policías cada una, una ambulancia, dos patrullerros de caminos, tres agentes del ministerio público, un perito y dos militares. Al profesor le echaron cinco años por homicidio imprudencial más uno extra por beber mientras manejaba, a Elena sólo una multa administrativa para que aprendiera a no andar por ahí con viejos enfermos, le dijo la jueza mientras tomaba su declaración. Ella no paraba de llorar, pedía disculpas a todas las personas, incluso si no tenían nada que ver, hasta a una vendedora de comida rápida que entro a ofrecer sus platillos a la agencia del ministerio publico.
El profesor llamó a su ex suegro que era un abogado famoso, incluso había sido candidato alguna vez para presidente municipal, él hizo los trucos propios de un pillo político para sobornar a la jueza y liberó en menos de quince días a su ex yerno, pero con la condición de que le iría pagando cada mes y se dejaría de pelear la custodia de su nieta.
Desde que salió de prisión telefoneaba a Elena pero ella no quería saber nada de él y se escondía incluso cuando le montaba guardia afuera de su clase de francés, el viejo maestro se había empecinado más en la bebida, lo habían echado de la escuela, ya no vestía a lo catedrático francés ni hablaba de Ovidio y Petrarca. A Elena le dio lastima una noche que lo encontró espiándola detrás de un puesto de hamburguesas mientras ella se besaba con un muchacho en un carro.
A la mañana siguiente de que lo descubrió, decidió llamarlo porque, pensaba, él no tubo la culpa después de todo, la tubo la mamá que no cuido de la niña. El profesor le contestó con el habitual enfado, aunque se desmoronó después que supo quien le llamaba. Quedaron de encontrarse en un parque, él sonrió mientras colgaba, pero ella se mordió los labios en esa inconfundible expresión de ¿qué chingados estoy haciendo?
Él estaba sentado en una banca, borracho hasta la medula vociferando maldiciones a las aves que revoleteaban cerca, cuando lo encontró sólo le dio una sonrisa discreta y se sentó a su lado, parecían un abuelo y su nieta que discutían algún problema familiar. Pasaron diez minutos sin mencionar la tragedia, hasta que él le preguntó si aún tenía problemas para dormir, sí, le contestó, aún escuchó el último grito de la niña. Mira lo encontré en la parrilla de la defensa de la camioneta el día que salí de la cárcel, y en el centro de su mano abierta una cajita dorada, adentro un ojo pequeño que parecía una uva aplastada se hacía más negro y duro, como un fruto marchito.
Elena se levantó de la banca enfurecida, ¿qué esperaba mostrándole ese ojo? Se sintió desabrigada, con frío a pesar de ser un día templado. El profesor la alcanzó, le pedía que no se asustara, que ese ojo era un recordatorio muy importante de los extremos a los que solía llegar su estupidez, que lo conservaba para no olvidarse del pasado.
La convenció al fin tras quince minutos de insistencia, jaloneo y suplicas casi humillantes, pero ella aceptó porque en verdad le gustaba coger con el profesor, podía ignorar el asunto del ojo un par de horas, después lo borraría de su vida.
Le ofreció una cerveza, ella se acomodó en el sofá a esperar a que volviera de la cocina. Cuando volvió estaba desnudo ya, Elena, con poco entusiasmo y más bien desvistiéndose como para una revisión medica, se despojo de la falda y la blusa.
El profesor había explotó toda la necesidad y las ganas dentro del sexo de Elena, la había hecho llegar unas tres veces hasta que ella misma se apartó para ir por un vaso de cerveza. No dejó de resultarle extraño el buen trabajo que el maestro acaba de hacerle, porque si era verdad que su talento como amante era bien reconocido tampoco alcanzaba las mermeladas del éxtasis, a lo mucho las erecciones le duraban veinte minutos y no pasaba de las tres venidas.
Elena bebió de un trago el gran vaso de cerveza y volteó al sillón donde el profesor estaba acostado boca abajo, ¿qué tomaste está vez, algunas vitaminas?, le preguntó para curiosear el por qué de su potencia, hace un año que ya no las tomo, ya lo sabes. Se levantó y lanzó la frazada y un par de cojines, buscó debajo del sillón, pronto su cara brilló de felicidad, aquí está, esta es la grandiosa medicina, le dijo a Elena mientras alzaba hasta su vista un brazo de no más de treinta centímetros cuya manecita permanecía cerrada, lo encontré atascado debajo de la camioneta, subrayó en un tono jocoso. Elena salió corriendo del departamento, no había tomado la blusa, sólo la falda, con los brazos cruzados sobre el pecho y a toda marcha se perdió entre las calles del viejo fraccionamiento.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Por casualidad y a propósito de Carver, encontré tu anterior blog, y me fascina tu modo de escribir aunque haya palabras que me cuesten de comprender por la diferencia de vocabulario siendo casi el mismo idioma. continuaré visitándote. saludos. Sabina