sábado, 1 de agosto de 2009

OTRO CUENTO

SOLUCIÓN SENSILLA A UN PROBLEMA COMPLICADO
Habíamos llevado hasta la orilla del mar un par de sillas, veíamos a las olas estrellarse, luego a la espuma retornar al océano. Sentía que los cangrejos, los mosquitos, todas las otras criaturas hacían lo mismo, que se detenían en un punto apacible y contemplaban al jefe mar rugir poderoso, imponiendo su presencia como un viejo que detesta las visitas.
Marcela me había invitado a pesar de que le confesé que no me gustaba viajar, a pesar incluso de que no tenía un peso en la bolsa, me rogó para que la acompañara. Pensé que estaría bien si salía un momento de mi casa, que podría pasar una semana muy cómoda en el mar, con todos los caprichos pagados.
Fuimos a la playa con Antulio y Mersilda, una pareja de maestros universitarios que eran amantes y no podían frecuentarse con libertad en la ciudad; Clara, hermana del maestro, Miriam una niña de siete años, sobrina de Marsela, ella y yo.
Por suerte Mersilda había pedido prestada una camioneta a su padre, no tuvimos que lidiar con los transportes públicos, pero sí con el endemoniado compac de los veinte éxitos de Barney que la ridícula sobrina adoraba; alcancé a contar cinco re inicios, más seis del track quince que la chiquilla cantaba con especial tono de rata atrapada.
Marsela iba a mi lado, la estimaba, pasaba buenos ratos de risa, me excitaban mucho sus senos enormes, en realidad enormes, me regalaba cerveza de su bar, me compraba coca los sábados, aunque ella no inhalara, sólo para que mantuviera firme el palo. Ponía la mano sobre mis huevos, los acariciaba cuando se hacia la dormida, con la cabeza apoyada en mi hombro, se creía que aquello me gustaba, hacerme sentir como el muñeco en el pastel de la boda.
Clara se había sentado a un lado de Marsela, con ella terminé de convencerme de viajar, la conocí mientras subía el equipaje a la camioneta e intentaba contestar las miles de preguntas que me hacia Miriam; llegó con su hermano, era bonita como un adagio de Shubert y como todo lo que es contrario a la feo. Mientras las ruedas nos conducían fuera de la ciudad me gustó verla recargada en la ventanilla, reír con la plática de su hermano, dejándome ver la hermosa sonrisa que coronaban la blancura de su piel y los grandes y brillantes ojos claros con los que iluminó la impaciencia que me producía Marsela, todo el tiempo besando mis mejilas, el cuello, las orejas.
La primera noche en la playa, cuando terminamos de cenar y habíamos bebido unos tequilas, Mersilda y Antulio se perdieron en el prolongado litoral, Clara se había sentado a un lado de la modesta fogata que hicimos para cocinar, veía las llamas crecer alimentadas por los vientos de la próxima tormenta, semejaba tanto a una estatua del Quatrocento. Marsela y yo estábamos frente al mar sentados en las sillas que el dueño de una ostionería nos rentó por cincuenta pesos. La luna era norme y resaltaba la silueta espesa de la selva. Estaba aburrido de la plática de Marsela, de su aparente estilo desenfadado de vivir, un estilo en el que imperaba hacer notar a los demás que vivían mal, que lo correcto era fingir respeto por la vida, este respeto consistía en exagerar el hipócrita miedo a la destrucción del mundo. Ella todo el tiempo pregonaba el derecho de los animales y las plantas, pero no entendía la mínima diferencia entre arbusto y matorral.
Fingí que tenía sueño y que no podía seguir contemplando la noche. Dentro de la casa de campaña acomodé unas cobijas para acostarme, ya debajo de ellas sentí a Marsela que abría la puerta, se desnudaba y comenzaba a tocarme, ella había creído que la estaría esperando, pero sólo quería descansar de su palabrería, de su “buena vibra”.
Me hice el dormido, se vistió y fue a la otra casa de campaña con la sobrina. Cuando noté que todos se habían acostado la imaginación me hizo prever que si me arriesgaba tendría suerte con Clara, había notado que me veía cuando Marsela me tenía atrapado en su melcocha, su mirada era compasiva, yo leí en ella: ven conmigo.
Abrí el cierre de la casa donde ella dormía y la encontré despierta, me dijo hola, acostada con la mano izquierda sosteniendo su cabeza. Me acerqué a sus labios, le besé el cuello, ya estaba en sus pezones cuando me apartó para pedirme que saliéramos a caminar, a conocer el pueblo, agregó ya dando los primeros pasos.
Apenas habíamos avanzado unos metros escuchamos que nos llamaban, era Miriam, venía corriendo, le pidió a Clara que la lleváramos, ya se habían entendido en el viaje, aceptó contenta y no pude negarme.
Caminamos casi un kilometro hasta el pueblo, hacía calor, sólo había algunos niños y ancianos en las entradas de sus casas, acostados en hamacas, fumando o bebiendo licor. Uno de ellos, que ya se veía muy viejo, nos pidió que nos acercáramos a donde la parca luz de una vela alumbraba de manera muy escueta la habitación de carrizos y palmas.
El viejo nos saludó con mucha cortesía, se puso de pie para darnos la mano y nos invitó a sentarnos con él. Miriam quería que siguiéramos el paseo pero yo y Clara necesitábamos beber el ron que nos había servido.
El anciano dijo que se llamaba José, estaba tan borracho que batallaba mucho para armar una frase, no podía tenerse en pie, canturreaba cumbias y hablaba con su perro, una criatura enorme, como un san Bernardo pero de pelaje liso y negro. La bestia esperaba aburrida a que el amo se metiera a la cama, soportaba sus arrumacos con la jetas colgadas en evidente gesto de enfado.
Miriam se levantó para acariciar al perro, el animal luego de gruñir y ladrar se abalanzó a ella, le clavó los dientes en el cuello y la zarandeó como si fuera un jergón de la cocina. El viejo intentó desprenderla de las fauces de su monstruo pero estaba aferrado a darle la muerte.
Miriam resistió el ataque, el perro la soltó cuando lo golpeé con un remo de lancha que estaba por ahí. Le clavó los colmillos en el rostro, la sangre que le salía con borbotones tiñó el piso de concreto blanco del anciano. La niña se había desmayado por el dolor o había muerto por toda la sangre que perdió, no lo sé.
Clara la estrechó contra su pecho mientras corría a la clínica de la comunidad, una casa de piedra con una camilla, una doctora vieja que no quería abrir y algunas medicinas. Está muerta, nos dijo al más puro estilo medico sin compasión y nos la entregó envuelta en una sábana, limpias las heridas.
El viejo no fue con nosotros ni quisimos reclamarle, en realidad él no era culpable y nosotros teníamos el lió gigantesco de contárselo a Marsela como para exigir algo imposible. La doctora se ofreció llevarnos al campamento. Le habíamos mentido, ella creía que clara y yo éramos los padres de la nena, la sensibilidad anestesiada del quirófano se le aflojó un poco y una vez que le pedimos que nos bajara nos regaló quinientos pesos, para que la entierren como es debido, agregó antes de pisar el acelerador.
Marsela ya estaba histérica porque no encontraba a Miriam, los profesores también dejaron el lecho amatorio para buscarnos y no habían regresado. Le dije a Clara que no podíamos contarle la verdad, que nos culparía por no avisarle que llevaríamos a la niña, quizá cuando los padres se enteraran nos meterían a todos a la cárcel. pero ya todo el pueblo estaría con el chisme del ataque del perro de don José y sí Marsela cruzaba palabra con algún lugareño lo descubriría todo.
La veíamos a pocos metros ir de un lugar a otro llorando, detrás de unas palmeras decidimos inventar una historia menos cruel en apariencia, pero que escondería su verdad repugnante bajo el sabor de un delicioso platillo costero.
Escondimos el cuerpo entre la maleza, lo cubrimos con hojas de plátano. El taxista que nos regresó al pueblo nos dijo que tuviéramos cuidado porque a esas horas algunos animales bajan a la carretera. Con los quinientos pesos compré un cuchillo de carnicero, un cazo grande e ingredientes para una paella de diez porciones, además el viaje de vuelta a la playa, cerca de la hierba donde habíamos dejado el cadáver.
Lo descuartizamos, lo deshuesamos y preparamos un platillo suculento, parecido a la paella pero con muchísima carne, parecía más una porción de birria de pozo. Los sobrantes los enterramos en una fosa profunda que cavamos entre los dos ayudados de palos y rocas, ahí mismo pusimos la ceniza de la fogata con que cocinamos y la ropa de la niña y su cabeza que no quisimos abrir.
Con el tazón entre las manos saludamos a Marcela, yo no podía controlar los nervios, la voz se me quebró un poco cuando le dije que habíamos ido al pueblo a comprar aquella ración de birria costera. Marcela nos dijo que Miriam había desaparecido, fingimos alarma y nos pusimos a buscarla como si en verdad ignoráramos donde estaba.
Dejámos pasar un par de horas, los profesores volvieron, venían del pueblo y cuando lo mencionaron sentí un escalofrío repulsivo, pero nadie les había contado del perro ni de la doctora, parecía que no estábamos en una tierra de soplones. Clara se acercó a nosotros cuando discutíamos si avisarle a los marinos del faro o a la policía del pueblo; allá me encontré su ropa en una piedra, nos dijo a todos en una actuación fabulosa, con lágrimas de verdad, que le brotaban de veras por la muerte de la niña y por las mentiras que la habían envuelto.
Sobre la piedra estaba la blusa y la falda, Marcela calló en la trampa y cuando llegó la policía, porque había decidido hablarles, les contó que la niña se había salido de la casa en la noche para jugar en el mar y que seguramente se había ahogado. Es frecuente que esto pase dijeron los oficiales cuando se marchaban. El equipo de buceo no encontró el cadáver y en tres horas cesó la búsqueda.
Marcela no habló con nadie, sólo lloraba. Al amanecer, cuando todos nos habíamos levantado y preparábamos las cosas para irnos, le dije a Clara que hiciéramos fuego para calentar el estofado, ella me miró con asco, pendejo, me dijo casi en silencio.
Le pedí a Antulio que me ayudara, le dimos fuego al banquete y entre los dos casi terminamos con el guiso. Los primeros bocados me dieron asco, después decidí creerme que aquello era carne de cerdo, pues sabía muy parecido. Antulio incluso insistía en que le dijera en qué restaurante lo habíamos comprado, como si pudiera volver algún día por más. Ni Clara, ni Mersilda ni Marcela quisieron de la fabulosa comida, así que preparé unos emparedados con los sobrantes para el camino.
La carretera fue un doloroso viaje al hastío, Marcela no paró el llanto, pretendía que aliviara un poco su dolor pero yo había tenido suficiente dolor también, a mi tampoco me había gustado descubrir mi frialdad y mi desinterés por la vida ajena, aunque toda existencia es ajena si lo consideramos unos minutos.
Meses después supe que Marcela había roto toda relación con sus parientes y que se había quedado algo loca, que andaba por las calles preguntando por la sobrina, como si fuese una de esas niñas secuestradas, de esto me mantenía al tanto Antulio con el que había hecho buena amistad desde el viaje y al que me interesaba tener cerca por su hermana, porque a pesar del asco que fingía tenerme también rebanó y deshueso a la chiquilla, había decidido también ir conmigo al pueblo.
Antulio me contó que Clara había guardado el disco de Barney y que lo escuchaba casi todas las noches, antes de dormir.

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