martes, 12 de agosto de 2008

UNA HISTORIA EN LA PLAYA:

EL CISNE NEGRO

Me había invitado mi hija a pasar unos meses con ella y la familia del esposo al pueblo costero de donde era originario y en donde habitaba con sus padres, que igual a mí, eran ancianos; mi hija y los tres niños que el vientre de mi primogénita parió, uno tras otro, hasta ajustar las edades en diferencia de un año.
Aunque me aburría igual que en la ciudad, pensaba como allá era más sencillo despejar el tedio, buscando borrachera o haciendo visita a mujeres de precio justo: cien por una chupada, necesario e higiénico. Jamás dudé de que si quería divertirme tenía la posibilidad de hacerlo igual que en la ciudad, sólo que sin esa sensación de moverse por senderos conocidos con los que las ciudades seden después que la juventud se esfuma y se ha domado la sorpresa y la curiosidad, hasta que las novedades sólo se presentan como repetidas formas que hemos visto fracasar.
La familia del esposo de mi hija no me cae bien, excepto la pequeña Misaela que entonces tenia cinco años en el cuerpo pero milenios en su tierna mollera. Resolvía situaciones complicadas en segundos, con acciones ingeniosas que sorprenderían a cualquier catedrático de formulario. Por ejemplo, la vieja a menudo cocinaba recetas que aprendía de los chefs de la televisión, a veces era tan estupida que al pretender freír una costilla de cerdo y no tener una, freía una calabaza, hacía como si fuese carne; Miasaela intervenía, tocaba el vestido de su abuela y le decía, casi como la gerente de un restaurante: no entiendes que no se cocina así la calabaza, hazla pedazos y fríelos con camarón. Seguro se pensará en mi ejemplo como uno burdo y sin fundamentos, pues dirán que los niños son siempre así de temerarios e ingeniosos, pero considerando los cientos de veces que me salvó de infecciones estomacales y más aun de engullir platillos que no eran experimentos de la loca de mi consuegra. Una virtuosa de la gastronomía.
Me gustaba jugar con mi nieta a colorear sus libros de princesas y hadas, salir al litoral para sobar mis tobillos con la espuma; a ella le daba risa ver a los Martín Pescador correr apurados tras el rastro de la marea. Era mi cariño hacia la niña aceptado y devuelto, eso me convenció de seguir un día tras otro en el pueblo. Encontraba, como me parece natural, un reflejo de mi hija en su hija, esto me inquietó la primera vez que las encontré juntas al bajarme del autobús, me sentí desesperado de verlas tan similares que no conseguía detenerme de escrutar su rostro con curiosidad. Los otros dos niños son unos mediocres, mal abuelo que soy al señalarlos bajo ese sino, pero siempre me han parecido bobos y toscos como toda la familia del padre.
Mi hija se ofreció para ayudar en mi rehabilitación, fingida por supuesto, del alcohol y las pastillas, decía que el mar lo curaba todo, la pobre no hacía sino repetir la carnada fácil de los hoteleros. Pero en algo aciertan, el mar me calmaba, lo hizo siempre, me sentía en un rito de pleitesía divina cuando me sentaba en la arena a mirar las luces y las aves; acepté emocionado, con idea de estar tranquilo por un rato largo, aunque ya me incomodaba la idea de tener que soportar al yerno, un ingenuo afortunado al que mi hija otorgó, con seguridad hechizada, los favores gustosos que proporcionan los labios vaginales.
Llamé a mi ex esposa para decirle que estaría afuera sólo un mes, que me dejara el dinero de la pensión sólo un mes, para sobrevivir un poquito mejor, le dije. Estoy seguro de que se molestó, enseguida fue a buscar al abogado culero que no ha hecho sino fastidiarme. Pero estuve contento en el camino a la central camionera, contento cuando compré el boleto y contento cuando arrancó la maquina, contento desde mi ciudad en el desierto, contento con el calor de la playa, contento con Misaela y mi hija. Contento, pero sólo unos cuantos días.
Me llevé una ristra de Alphrazolam y tres arponazos de Buprenorfina, pero fui un imbécil, debí llevar más para no consumir la terrible cocaína que vendían los pendejos de la zona. Era audaz a la hora de arreglarme, decía a mi hija que saldría a caminar un rato con Misaela, y así era, le compraba un helado grande, el más grande que tuvieran en la tienda, le decía que buscara conchitas en la arena, me gustaba visitar a un pescador vicioso que vivía en una playa tranquila, sucia y solitaria, tenía un jacal de palma, había sillas y hamacas, era agradable para él que le compartiera de mis drogas y el de de su licor de frutas y su hierba casera. Pasábamos mucho tiempo en ese lugar, hasta que nos pescaba mi yerno o mi consuegro y se llevaban a la niña, no sin decirme tantos insultos como a un demonio dominado.
Misaela tenía una tortuga de mascota, era enorme, sesenta de ancho, no era una tortuga común, había viajado y había crecido en el curso de once años, estaba vieja, pero era simpática.
Mis consuegros salían todos los viernes quien sabe a dónde, decían que visitaban a sus parientes tres kilómetros más allá del puerto, pero jamás les creí; volvían entrada la madrugada, en los hombros cargaban costales de semillas, manteles, que por estar enrollados, no sabía que adornos los vestían, además santos y estatuillas de barro negro en los que resaltaban los rasgos negroides. Pensé que eran santeros, siempre que salían, el sábado en la mañana antes de levantarme, los escuchaba pasar frente a la habitación donde me alojaban, ya despierto y al salir del cuarto me embargaba el aroma de guisos que los ancianos ya tenían preparados. Ya sabía yo un poquito de eso, hubo un director en la escuela donde enseñé, un cubano que trabó amistad conmigo desde que me declaré fanático de los boleros; el tipo me invitaba a beber y escuchar boleros en un giro negro que administraba después del trabajo formal. Me contó que su madre practicaba la santería, que la gente se escandalizaba con eso y que y que y que… muchas cosas.
El último viernes que dormí en esa playa, Misaela me pidió que camináramos y que hiciéramos visita a mi amigo el pescador, pues tenía un muchachillo de la misma edad con el que se hallaba para los juegos. Pero la mamá de la niña me había prohibido llevarla a ese lugar, tenía miedo y no era un desperdicio, la fatalidad lo realizó. Le dije que no podíamos salir en ese momento, pero me insistía con encono, yo estaba echado en la hamaca, saboreando aun la comida, tenía calor y sudaba, le dije que iríamos sólo un momento.
El pescador se había tomado litro y medio de licor de frutas y fumado muchos churros cuando llegamos, me dijo que estaba contento por que la mujer había heredado unas parcelas de plátano y que tenía que ir al entierro de su padre. Se acercó a mi hombro y dijo jocoso: volverá hasta el amanecer, ya vienen mis amigas del congal. Solté una sonrisa nerviosa, ya me esperaba algo malo. La esposa del pescador dejó al niño, Misaela y él se acercaron a un bote y se quedaron ahí, jugando.
Terminado el primer vaso de vino aparecieron en la puerta las tres putas que había invitado mi anfitrión, llevaban minifaldas, estaban descalzas, una se sentó en mis piernas, como era gruesa me exitó de inmediato, metí la mano en su vagína velluda, el pescador le mamaba las tetas a la otra, la tercera se emborrachaba con las piernas abiertas sobre la mesa.
¿De quién es esa niña?, preguntó la que bebía, lancé mujer que estaba en mis piernas lejos de ahí, Misaela estaba vomitando en la puerta, se le resbaló de la mano la botella de licor y se estrelló contra el suelo, la pequeña bebió un trago sustancioso. Me levanté de la silla, desesperado fui a levantarla, sin saber que hacer me quedé ahí, mirando como ponía todas las defensas de su cuerpo para resistir el ataque de esa sustancia que le era nueva y repulsiva. Luego de unos minutos de vomitar, las putas y el pescador continuaban en lo suyo, llevé a la niña a la recamara de mi amigo y la recosté en la cama, me decía que le ardía la boca y aquí, señalaba su vientre.
Estaba nervioso, algo molesto, no podía mirar a la puta que me había entretenido, ya no me encontraba exitado. El pescador también se había despegado ya de las mujeres, estaba en el suelo, frente a la botella rota, se levantó, con esfuerzos me dijo que Misaela no había tomado el vino, él lo tuvo siempre bajo sus piernas, lo que mi nieta había tomado era una cosa muy peligrosa. Las putas estaban molestas porque no les prestábamos atención, pero cuando el pescador les pidió que se fueran porque estábamos en problemas, las nobles acariciadoras se ofrecieron para ayudaros. Vamos al hospital, sugerí. Pero la medicina de los hospitales era inútil, me dijeron que aquel liquido era el brebaje brujo que la esposa curandera del pescador preparaba para matar demonios enemigos. Me molesté más luego de escucharlos, entré en la recamara pero al intentar sacar de ahí a mi nieta fue imposible, en la cama sólo estaba un cisne gigante y negro, lanzaba graznidos y chillidos que aturdían. Las prostitutas y el pescador me sacaron a la fuerza del lugar diciéndome que no debía tocar al pajarraco, que era un espíritu maligno que había entrado en la niña y la había transformado, quizá por su inocencia, en un cisne, pero negro y horripilante por el imperio de fuerzas malditas. Lloré por mi irresponsabilidad hasta que noté que a unos pocos metros se acercaba mi hija, su esposo y los dos viejos, me levanté del suelo en donde había estado chillando, los encaré, pero con vergüenza. Preguntaban por Misaela. Estaba a punto de contarles todo, me rodearon, exigían una respuesta sin más embrollos, pero ya no pude sino alzar la mano, apuntando al cielo: ahí va la niña. Mi yerno, inyectado en ira se abalanzó a mí, de un puñetazo me derribó, en el suelo siguió encajando sus zapatos de gala en mis costillas. El pescador lo separó e intentaba calmarnos a todos. La esposa no llegaría sino hasta dentro de un rato, debíamos buscarla para que revirtiera el efecto, los ancianos, que no tuvieron de otra más que descararse y sacar ahí mismo de una bolsa de mandado tres estatuillas, prendieron aromas y nos corrieron como a una manada de perros olisqueros. Me retiré a un lugar apartado de todos, sobre una roca dejé caer mis nalgas, en el cielo, el monstruo giraba.
Un temblor bajo la arena sacudió mi cuerpo, el ave había caído en picada, al momento de estrellarse desapareció. Las putas, que no se habían movido para nada en más de dos horas, corrieron para atender a Misaela, que había emergido de la entrañas del espectro montada en la vieja tortuga, con su cuerpo desnudo, sonreía sin hacer caso a la congoja evidente de los que la rodeaban.
Me ignoraron desde entonces y preferí largarme. En la noche, después de fingir que estaba aun apenado me puse a lavar los trastes, a hacer como que limpiaba por ahí. Luego aproveché que se habían acostado, le eche un lazo a la tortuga gigante, la metí en un saco de lona y, con un poco más de buena suerte que por fortuna me invadió ese día, conseguí sacarle al viejo, de su pantalón, las llaves de la cascada camioneta, me monté en ella y la encendí. Escuché los gritos, incluso pude ver que me lanzaban rocas enormes consiguiendo sólo más abolladuras para su auto.
En una playa lo suficiente lejos del peligro, bajé a un restaurante, vendí la tortuga en quinientos pesos despues abandoné la camioneta en un camino que se internaba en la jungla, ahí se detenía un autobús hasta la próxima central.
En la ciudad me gustaría tener una Misaela, sólo para llevarla a pasear.

10 comentarios:

Lolitajáquez dijo...

hola señor OEL!!hoy estuve pensando y pensando y pensando y me dieron unas ganas enormes de tacos.. no es tan bueno pensar, deduje.. jejeya había leido tu textoeres muy bueno!ojalá se me pegue aunque sea tantito

Lolitajáquez dijo...

y qué tal?

qué nuevos paisajes han visto tus ojos?

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