domingo, 21 de junio de 2009

OTRO CUENTO DE LOCOS DROGADICTOS

PORQUE NO LO CONSIDERO UN TEMA AGOTADO Y PORQUE AUNQUE QUIERA NO ME PUEDO LIBRAR DE IMAGINAR ESTE TIPO DE HISTORIAS, ESCRIBI UN NUEVO CUENTO
SOBRE DROGAS Y DESENFRENOS SEXUALES, LOS QUE OPINAN QUE YA ME ESTANQUÉ TIENEN TODA LA RAZÓN, AUNQUE YO NO LO LLAMARIA ESTANCAMIENTO Y SÍ CONCIENCIA TEMÁTICA, ES EN ESTOS ASUNTOS DONDE CLAVO MI BANDERA, SI DISPONES DE UNOS MINUTOS Y QUIERES LEER ESTE CUENTO, ENTRALE, TE SENTIRAS COMO SI TE HUBIERAS DADO UN PISTO Y UNAS PASTAS DENSAS.
LAS NOCHES CONVULSAS DE MADAME PILDORAS
La mujer llevaba una vida miserable, agobiada por una enfermedad mental derivada de los trastornos al sueño durante cuarenta años. Las píldoras le ayudaban a dormir, pero el preció fue la neurosis demencial, el ansia feroz, las pesadillas que la despertaban temblorosa, sumergida en fantasías que por lo regular terminaban en el hospital, a punto de morir por rasgarse con un cuchillo las venas o el vientre.
Las enfermeras no la soportaban, con tres días de tenerla en la cama del hospital les bastaba de gritos, insultos, proyectiles de gelatina y papilla; cuando les había colmado la paciencia, las que cubrían el turno de la madrugada, ponían en sus venas la miel que endulzara los sueños perversos de su mente, ella dormía, las enfermeras también. Pero al despertar era el mismo número, los alaridos y las agresiones.
De todas las enfermeras que huían cuando se enteraban que una vez más habían ingresado a Madame Píldoras, como ya le conocían en las pláticas de la cafetería, la más antigua, que era enorme, ancha, como un animal bruto, barbuda, de ceja poblada, nunca rehuía a cuidarla, porque era vecina en el condominio donde la anciana tenía guardados cincuenta años. Fue de las primeras en habitar esa parte de la ciudad, que al pasar los años se convirtió en el centro de una comunidad más grande. La enfermera la conocía de quince años atrás cuando se mudó de una ciudad norteña. Pasaron cinco años de saludos en la entrada del edificio, de escuchar sus discos de Vivaldi más allá del concreto de la pared del baño, hasta que una noche la señora se abrió una herida profunda en el centro del pecho, los gritos despertaron a la enfermera, llamó a la policía y aunque escuchó el alboroto no quiso salir de su departamento.
A la mañana siguiente que entró a trabajar se enteró quien era la paciente, se acercó a ella, le tomó la mano izquierda. Le recordaba a su mamá apenas muerta, por eso le tomó estima, por eso siempre pedía ser su enfermera.
Cuando cada una estaba en su departamento también le hacia visitas para ayudarle a cambiar la cama, barrer la sala o prepárale una sopa. La anciana se pasaba las horas en la cama, drogada, escuchando los discos llenos de polvo donde los allegro y los presstisimo batallaban para sonar más frescos y menos melancólicos. Desde las primeras gotas, hasta los valium de la tarde, la señora sentía hundirse en un colchón de algodón de azúcar, donde el sueño tenía gravedad, era espeso y dulce, empalagoso y profundo.
No se conocía a ningún pariente cercano, nadie que la visitara, que le trajera unas frutas o le abriera las cortinas, cuando la enfermera tardaba más de tres días sin visitarla, la encontraba maltrecha, hedionda, con los huesos al descaro.
Así mantuvieron la relación hasta que la enfermera, por descuidarse en servicio de su amiga, también comenzó con achaques, terribles convulsiones que la habían puesto en cama; separada por un muro de Madame, pasaba los días pegada a la pared preguntando casi a gritos ¿se siente bien?, pero ni una palabra le podía escuchar a la durmiente anciana.
Sus hijas se habían marchado a una gira por el país con el equipo de futbol femenil de la organización única de peluqueras y estilistas. En la noche, después de tocarse un poco entre los pelos del pubis, pensaba en lo desagradable del tiempo, porque carcome el cuerpo, seca las ganas. Sí la voluntad fuese liquida, tan simple como servirla, pero es de materia incierta, como la soledad y esas cosas que no pueden capturarse para domesticarlas.
Le costaba el doble de trabajo atender los padecimientos de las dos, pero hacía esfuerzos impresionantes para caminar de la cama al baño, de ahí a la cocina, hervía un poco de agua para infusión, luego a la puerta, dos pasos, otros dos, ya en la entrada buscaba la llave colgada entre el milagro y el escapulario. Su amiga en la cama, la miraba con los ojos abiertos, pero sin gesto, sin espíritu. La cambiaba de ropa, le daba el té de gordolobo. Ya entrada la noche salía con pasos cortos, muy lentos, buscaba la llave de su casa y entraba.
Cuando escuchó que tocaban la puerta sintió miedo de abrirla, con dificultad se puso en pie y abrió. Tiene cara de cabroncita, le dijo al oído unos días después a su amiga, pero es buena muchacha.
Sonia era amiga de las chavas en el equipo de fut bol, no salió de gira con el resto porque su padre había atropellado a un enano torero por accidente, en la feria de su pueblo, y ella tubo que viajar hasta allá para resolver, con favor de sus nalgas gordas y un soborno, la libertad de su progenitor. Había regresado del rancho cuando la llamaron para pedirle que cuidara a su mamá por dos semanas. Como ya habían depositado tres mil pesos en su cuenta no pudo negarse.
Delgada como un poste de teléfono público, alta como un helecho aferrado a una esquina, de rasgos delicados puestos ordenadamente sobre un rostro mesurado, cuya redondez de bordes la hacia parecer exquisita al tacto, el cabello negro castaño caído sobre los hombros delicados y desnudos, el vientre enmarcado por los huesos sobresalientes de la cadera, cerca del ombligo una formación dispareja de vellos rubicundos, vestía mallas negras, tenis de calaveritas, su mechón pintado de rosa fluorescente, una pequeña argolla en la nariz, tres más en cada oreja, un piercing en la lengua y dos en los extremos del labio inferior, la blusa larga con un cinturón ancho al centro, en el pecho un letrero que decía BEBE.
La enfermera la reconoció enseguida, ya había estado en casa una o dos veces, en fiestas que organizaban las muchachas. BEBE, como le apodó desde ese momento, la cuidaba por las mañanas, antes de irse la encaminaba del brazo a la cas de su amiga. Nunca entraba, la dejaba en la puerta, un beso a la mejilla y adiós, se iba como encendida de algún motor a encontrarse con el amante o las amigas. Salvo aquella ocasión, cuando la enfermera recayó gravemente y le pidió que fuera al departamento vecino para alimentar a la señora. Con una mueca de enfado dijo que lo haría. Al entrar en el departamento, el olor de la humedad, de las medicinas y del cuerpo agonizante, la hicieron sentir nauseas, algo de miedo y nervios.
Colocó el plato con crema de chícharo y el agua fresca de melón en la coqueta frente a la cama. La anciana tenía muchos cosméticos, la mayoría en tonalidades oscuras, del sepia al ciam, del negro al café. Cuando le habló para que tomara la comida, respondió con un largo ronquido. BEBE se pasó hora y media probando los colores sobre su delicado cutis, al final se decidió por sombra purpura, labios negros, polvo blanco en las mejillas y un toque marrón para parecer muñeca abandonada.
Antes de irse entró al baño, en el lavamanos había una caja de pastillas. BEBE las identificó rápido, desde que trabajaba ahí, ansiaba encontrar unas cuantas de esas. Eran hipnóticos fuertes, sacó una cartera completa y la guardó dentro de su bolsa en forma de abeja.
Al día siguiente no fue a trabajar, la enfermera fue la única que notó su ausencia; ella misma tuvo que hacerse cargo de sus deseos. Marcó al teléfono de la muchacha pero una voz apretada le decía que no estaba disponible. Pasó la mañana y la tarde en casa de Madame, por fin estuvo despierta más de tres horas, sentadas en la cama frente al televisor, aprovechó una pausa comercial en la novela de las ocho para preguntarle ¿Qué hiciste con mis pastillas?
La enfermera creyó que se refería a los somníferos, se levantó de la cama, abrió el cajón de la coqueta y sacó una caja nueva, extrajo dos y le dijo, chúpelas, son de las dulces, pero la anciana le miraba con rencor, con severidad en sus facciones, dame mis pastillas pinche vieja. La mujer no comprendía el por qué de los insultos, la repentina lucidez de su amiga satisfacía a su esfuerzo, pero esos reclamos la desconcertaron en tal grado que abandonó el departamento con sollozos lastimeros, mientras la anciana le gritaba desde su habitación: lárgate pinche ratera, ya me las pagarás.
La mañana llegó junto con BEBE, la despertaron los toquídos insistentes de siempre. El maquillaje de muñeca bruja seguía sobre su rostro, la enfermera la miró con enojo, no había dejado aún su bolso y su chamarra de piel sobre el sofá como todas las mañas cuando ella comenzó a reclamarle por las pastillas extraviadas. No confesó que las tenía, pero en su voz que se adelgazaba, que soltaba palabras nerviosas, dejó entrever su culpabilidad y por lo tanto puso al descubierto su vicio secreto.
La enfermera no le dijo más, la dejó barrer el piso y prepararle jugo de apio. Tenía una trampa para ella. Al decir que se marchaba, le pidió que entrara de nuevo al departamento de la vieja, que le pusiera a calentar el baño, más tarde iré yo a bañarle, le dijo segundos antes de que cerrara la puerta.
BEBE prendió el boiler y se metió al baño. Sabía que la señora estaba dormida, por eso no se molestó en llamarla ni en decir hola siquiera. Abrió los cajones bajo el lavamanos y encontró la misma caja de antes pero vacía. Sintió un hueco en el estómago, había prometido llevarles doce a los chavos de la esquina que le habían comprado las otras a quince pesos cada una. Ya tenía ilusiones sobre un reproductor mp3 y un bolso en forma de araña que encontró en el centro.
Desesperada hurgó por toda la casa, hasta encontrar el cajón del tesoro en la coqueta. La vieja roncaba como un felino saciado de su hambre. Había muchas pastillas pero ningunas como las anteriores. Tomó dos cajas de ansiolíticos y una de somníferos, las sacó del paquete y las metió en un par de bolsitas de plástico que había llevado ex profeso.
En la esquina la esperaba la banda de los trece, trece cholos que habían tomado como centro de reunión el cruce de dos callejones, tenían colocados asientos hechos con rejas que les regalaba el dueño de la tienda de abarrotes donde se surtían de cervezas y cigarros. Toda la tarde después de que salían de la obra, porque muchos eran albañiles, se ponían a pistear y a fumar gallo tras gallo. La gente del barrio, aunque no les tenían mucha confianza, se habían acostumbrado a su presencia, muchos los saludaban con amistad, en contadas ocasiones había problemas, sólo cuando algún chivatón rajaba con la policía. Pero al día siguiente se sabía la identidad del soplón y todos lo esperaban para darle una madriza épica en plena calle.
Cuando la vieron llegar se emocionaron, cerveza en mano hicieron un circulo a su alrededor, qué, se hizo o no, le preguntó uno, de las que traje antier no, pero si de estas, dijo BEBE mientras sacaba de su bolso las píldoras, pero estas se las voy a dar más caras porque son más densas, a veinte la pinga, recalcó mientras los cholos renegaban del precio. Bueno a dos por veinticinco, les dijo para que mordieran el anzuelo. Y así fue, le compraron dieciséis pastillas con doscientos pesos que juntaron entre todos, apenas se las dio las repartieron y se las tragaron.
Los trece eran jóvenes, no pasaba de veinte años el más viejo. La cerveza y la marihuana no los transformaba mucho, los ponía contentos o los distraía del duro trabajo diario, salvo las peleas con otros barrios, el castigo a los chismosos y el hostigue a las chavas atractivas, no delinquían más allá, no asaltaban, ni atracaban a los transeúntes. A las doce de la noche era tranquilo pasar como a las seis o las tres de la tarde, pero desde que probaron las pingas se aceleraron más, dejaron de ir a sus trabajos, pasaban más tiempo en la esquina, no se medían con las mujeres, les tocaban el culo, les dio por empezar a robar, primero las caguamas en la tienda, luego bolsas y carteras. Estaban descontrolados, amanecían tirados en las banquetas, dormidos, con la ropa de una semana.
Y su proveedora contenta, llevándoles cada tercer día alguna novedad, ellos la llenaban de regalos, bolsas, relojes, teléfonos móviles que conseguían en sus asaltos diurnos. Cuando no tenían para compararle se dispersaban por las calles, volvían en diez minutos con el dinero suficiente para otras veinte o treinta pastillas. BEBE ya no iba a la casa de las señoras, ni contestaba cuando le llamaban las hijas de la enfermera, sólo cuando se le terminaban las pastillas se presentaba, le decía que necesitaba dinero, que la ayudara, que la dejara fregar los platos o cualquier cosa por unos pesos; la vieja se compadecía y siempre la dejaba entrar y le encargaba que le diera de comer a la vecina antes de irse.
Madame no se daba cuenta de la falta de sus fármacos, sólo notó la ausencia de aquellos hipnóticos por los que corrió a su compañera, pero como cada fin de semana visitaba al doctor, este la surtía de tabletas al por mayor.
Los trece se habían pasado al crack en menos de un mes, algunos se habían clavado tanto y en tan poco tiempo que ya presentaban síntomas de paranoia delirante, eran agresivos a la menor provocación, ya no podían robar porque la droga no los dejaba ni moverse. Pero cuando les entraba la malilla se ponían a conseguir lo que fuera.
Esa tarde en que esperaban a BEBE con más píldoras ella llegó con las manos vacías. Les dijo que ya no quería robarles más a las señoras porque ya se había comprado muchas cosas y se sentía mal de hacerles daño, además ya no se hablan entre ellas, les dijo a los cholos como si les importara. Cuatro de ellos, los más grandes, la condujeron a empujones a un lote baldío, le dieron una madriza y la amarraron a un pirul. Dime donde viven las pinches viejillas esas, le dijo uno que andaba rapado con tatuajes en la frente, los otros tres la manoseaban, le metían los dedos en el culo y la vagina, le chupaban los pezones, ella al principio pataleaba, soltaba gritos, pero luego pensó que era peor hacer escándalo, se quedó callada y aceptó la verga de los cuatro entrar y salir hasta que la bañaron en mecos.
Les dijo medio desmayada el domicilio de la enfermera y su amiga, los trece la dejaron amarrada al pirul con una jerga en la boca y dos de los menores cuidándola, armados con palos y navajas. El condominio no quedaba lejos de la esquina de los trece, cuando llegaron notaron que era un lugar muy solo, excepto por un señor mayor que al verlos apretó el paso, nadie más se veía rondando los pasillos. En el número siete tocaron el timbre, el ansia se los estaba tragando, no les habrían y decidieron brincarse por el patio. El departamento estaba en el segundo piso, no les fue difícil la entrada, sólo escalar hasta el patio, la puerta estaba emparejada y la lavadora funcionando, el ruido de las aspas no permitió que se escucharan los pasos ni las voces. Los trece entraron en la habitación de la enfermera y la encontraron con un cuchillo de cocina enterrado en la garganta, estaba tirada en el suelo, el piso beige resaltaba aún más el intenso color de la sangre que se abría paso hasta un montón de ropa sucia en la entrada, ahí se encharcaba y comenzaba a cuajar, la orilla tenía el aspecto de carne cruda y vieja. Los cholos se sacaron de onda primero, luego revolvieron todo lo que encontraban al paso, en una mochila que uno de ellos traía guardaron lo que pudieran vender y salieron. Pero no se irían de ahí sin las queridas píldoras y como habían encontrado una llave suelta en uno de los cajones de la enfermera, fueron a probar si abría la puerta de la vecina, y así fue.
La anciana estaba en el baño cuando entraron los cholos, sonaba Vivaldi en un volumen exagerado, pero no lo apagaron para no hacer sospecha. Madame se había comido frasco y medio de hipnóticos, encontraron vomito por todas partes, olía a sanatorio cada rincón de la casa, estaba tirada entre la regadera y la taza, boca arriba su cuerpo desnudo parecía el de una momia. Los trece notaron que estaba manchada de sangre en el rostro y el pecho, pero no tenía heridas, nada más la sangre poniéndose negra también en sus manos que se mantenían tiesas como si empuñaran un cuchillo. Esculcaron hasta dar con las pastillas, las vaciaron todas en sus bolsillos personales y se fueron sin cerrar las puertas, a toda prisa, llenos de temor pero animados por una energía desmedida. Caminaron de regreso sin darse cuenta que el señor grande que los vio entrar había colgado ya el auricular después de hablar a la policía y los observaba alejarse por la avenida desde su ventana cubierta con cortinas floreadas.
En el lote baldío BEBE se había desmayado amarrada y los niños aprovecharon para masturbarse con sus tetas y su cara, cuando llegaron los otros los corrieron diciéndoles que no habían encontrado la casa. Se tragaron algunas pastillas, encargaron caguamas en la tienda armando mucho desmadre, no se dieron cuenta cuando las patrullas llegaron, saltaban los agentes las bardas como gatos. Pero llegaron tarde, cuando los tenían esposados sobre las camionetas, ya habían prendido fuego al cuerpo de BEBE, los gritos de ella y el fuerte olor de carne quemada atrajeron a los agentes. En el cielo crecía un hongo de humo negro y espeso.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

hola vecino!
cómo andan las cosas por su calle eh? jajaja
ojala me pueda pasar unos ejemplares del fanzine...
saludos!

Anónimo dijo...

pinche culero de mierda sin talento

Miguel A D dijo...

a ver si ya se deja ver; la muy noble y leal... me cobija esta semana

Anónimo dijo...

Pues igual y nos vemos un día de estos en el oxxo de la esquina o en el soriana "casualmente" jajaja por cierto, si te llegas a ver con el señor de Terminantemente Prohibido dile que sí te di su mensaje jajaja

Anónimo dijo...

Ok vecino me parece perfecto. Uno de estos días ahí llego a su casa. Un día que no se vean perros negros al acecho porque ha de saber que les temo mucho...
Y pues, hoy vi al señor de Terminantemente Prohibido y le dije que ya le di el recado pero ni se acordaba entonces yo pensé "por qué la gente olvida ese tipo de cosas?". En fin... nos estaremos viendo prontamente.
Saludos!
P.D. Los cuentos sobre junkies nunca son suficientes.

Anónimo dijo...

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